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27 de enero de 2022
Nº 1415 • AÑO XXX

Objeción de conciencia

"Para la libertad nos ha libertado Cristo"

Extracto de la Nota doctrinal “Para la libertad nos ha liberado Cristo” (Gal 5,1), sobre la objeción de conciencia, elaborada por la Comisión Episcopal para la Doctrina de Fe de la Conferencia Episcopal Española, y publicada hoy 25 de marzo.

(...)

II. LA LIBERTAD RELIGIOSA Y DE CONCIENCIA
La libertad, que consiste en “el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas”14, es una característica esencial del ser humano dada por Dios en el momento de su creación15. Es el “signo eminente de su imagen divina”16 y, por ello, la expresión máxima de la dignidad que le es propia. Al crear al ser humano dotado de libertad, Dios quiere que este lo busque y se adhiera a Él sin coacciones para que, de este modo,“ llegue a la plena y feliz perfección”17. Estamos, por tanto, ante algo de lo que ningún poder humano puede lícitamente privarnos: “Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como libre y responsable”18.

Esta característica esencial del ser humano no se entiende como una ausencia de toda ley moral que indique límites a su actuación, o como “una licencia para hacer todo lo que agrada, aunque sea malo”19. El ser humano no se ha dado a sí mismo la existencia, por lo que ejerce correctamente su libertad cuando reconoce su radical dependencia de Dios, vive en permanente apertura a Él y busca cumplir su voluntad. Además, ha sido creado como miembro de la gran familia humana, por lo que el ejercicio de su libertad está condicionado por las relaciones que configuran su existencia: con los otros seres humanos, con la naturaleza y consigo mismo. La libertad no puede ser entendida como un derecho a actuar al margen de toda exigencia moral.

El respeto a la libertad de todas las personas, que constituye una obligación de los poderes públicos, se manifiesta, sobre todo, en la defensa de la libertad religiosa y de conciencia: “El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa”20. Vivimos inmersos en una cultura que no valora lo religioso como un factor positivo para el desarrollo de las personas las sociedades. El principio que está en la base de muchas leyes que se aprueban es que todos debemos vivir como si Dios no Se tiende a minusvalorar lo religioso, a reducirlo a algo meramente privado y a negar la relevancia pública de la fe. Esto lleva a considerar la libertad religiosa como un derecho secundario.

Sin embargo, estamos ante un derecho fundamental porque el hombre es un ser abierto a la trascendencia y porque afecta a lo más íntimo y profundo de su ser, que es la Por tanto, cuando no es respetado, se atenta contra lo más sagrado del ser humano, y cuando lo es, se está protegiendo la dignidad de la persona humana en su raíz. Se trata de un derecho que tiene un estatuto especial y que debe ser reconocido y protegido dentro de los límites del bien común y del orden público21. Podemos afirmar, por tanto, que la salvaguarda del derecho a la libertad religiosa y de conciencia constituye un indicador para verificar el respeto a los otros derechos humanos. Si no se garantiza eficazmente, es que no se cree de verdad en ellos.

En virtud del derecho a la libertad religiosa, “no se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, pública o privadamente, solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites”22. Este derecho no debe entenderse en un sentido minimalista reduciéndolo a una tolerancia o libertad de culto23. Además de la libertad de culto, exige el reconocimiento positivo del derecho de toda persona a ordenar las propias acciones y las propias decisiones morales según la verdad24; del derecho de los padres a educar a los hijos según las propias convicciones religiosas y todo lo que conlleva la vivencia de las mismas, especialmente en la vida social y en el comportamiento moral; de las comunidades religiosas a organizarse para una vivencia de la propia religión en todos los ámbitos; de todos a profesar públicamente la propia fe y a anunciar a otros el propio mensaje.

La obligación, por parte de los poderes públicos, de tutelar la libertad religiosa de todos los ciudadanos25, no excluye que esta deba ser regulada en el ordenamiento jurídico. Esta regulación ha de inspirarse en una valoración positiva de lo que las religiones aportan a la sociedad, en la salvaguarda del orden público y en la búsqueda del bien común, que consiste en “la suma de aquellas condiciones de vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir más plena y rápidamente su perfección” y, sobre todo, “en el respeto a los derechos de la persona humana”26. Una legislación apropiada sobre la libertad religiosa debe partir del principio fundamental de que esta “no debe restringirse, a no ser que sea necesario y en la medida en que lo sea”27.

En la regulación de este derecho, el estado debería observar algunos principios: Procurar la igualdad jurídica de los ciudadanos y evitar las discriminaciones que tengan como fundamento la religión. 2. Reconocer los derechos de las instituciones y de grupos constituidos por miembros de una determinada religión para la práctica de la misma. 3. Prohibir todo aquello que, aun siendo ordenado directamente por preceptos o inspirándose en principios religiosos, suponga un atentado a los derechos y a la dignidad de las personas, o ponga en peligro sus vidas. Desde estos principios, las leyes han de garantizar el derecho de todo hombre “de actuar en conciencia y libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales”28.

III. LA DIGNIDAD DE LA CONCIENCIA
En el ejercicio de su libertad, cada persona debe tomar aquellas decisiones que conducen a la consecución del bien común de la sociedad y de su propio bien Por ello, el ser humano que, al haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, es una criatura libre, tiene la obligación moral de buscar la verdad, pues solo la verdad es el camino que conduce a la justicia y al bien. Esta obligación nace del hecho de que el hombre, al no haberse creado a sí mismo, tampoco es creador de los valores, por lo que el bien y el mal no dependen de su voluntad. Su tarea consiste en discernir cómo debe actuar en las múltiples situaciones en las que se puede encontrar y que le llevan a tomar decisiones concretas29.

Para que pueda conocer en cada momento lo que es bueno o malo, junto al don de la libertad, Dios ha dotado al ser humano de la conciencia, que es “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”30. Decidir y actuar según la propia conciencia constituye la prueba más grande de una libertad madura y es una condición para la moralidad de las propias Estamos ante el elemento más personal de cada ser humano, que hace de él una criatura única y responsable ante Dios de sus actos. La conciencia, aunque no sea infalible y pueda incurrir en el error, es la “norma próxima de la moralidad personal”31, por lo que todos debemos actuar en conformidad con los juicios que emanan de ella32.

El hombre en su conciencia descubre una ley fundamental “que no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena en los oídos de su corazón, llamándolo a amar y hacer el bien y a evitar el mal”33. Esta ley es la fuente de todas las normas morales, por lo que en la obediencia a ella encontramos el principio de la El ser humano “está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto”34. Si obra así, está actuando de acuerdo con su dignidad35. En cambio, cuando sus actos no están inspirados en la búsqueda de la verdad y el deseo de adecuarse a las normas morales objetivas, con facilidad se deja llevar por los propios deseos e intereses egoístas, y “poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega”36.

Actuar según la propia conciencia no siempre es fácil: exige la percepción de los principios fundamentales de moralidad, su aplicación a las circunstancias concretas mediante el discernimiento, y la formación de un juicio sobre los actos que se van a A menudo se viven situaciones que hacen el juicio moral menos seguro; frecuentemente el hombre está sometido a influencias del ambiente cultural en que vive, a presiones que le vienen desde el exterior y a sus propios deseos. Todo esto puede llegar a oscurecer sus juicios morales e inducir al error a causa de la ignorancia. Sin embargo, cuando esta no es culpable, “la conciencia no pierde su dignidad”37, pues buscar los caminos para formarse un juicio moral y actuar de acuerdo con sus dictados es más digno del ser humano que prescindir de la pregunta por la moralidad de sus actos.
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V. LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA 
“El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio”42. La objeción de conciencia supone que una persona antepone el dictado de su propia conciencia a lo ordenado o permitido por las Esto no justifica cualquier desobediencia a las normas promulgadas por las autoridades legítimas. Se debe ejercer respecto a aquellas que atentan directamente contra elementos esenciales de la propia religión o que sean “contrarias al derecho natural en cuanto que minan los fundamentos mismos de la dignidad humana y de una convivencia basada en la justicia”43.

Además de ser un deber moral, es también un “derecho fundamental e inviolable de toda persona, esencial para el bien común de toda la sociedad”44, que el estado tiene obligación de reconocer, respetar y valorar positivamente en la legislación45. No es una concesión del poder, sino un derecho pre-político, consecuencia directa del reconocimiento de la libertad religiosa, de pensamiento y de Por ello, el estado no debe restringirlo o minimizarlo con el pretexto de garantizar el acceso de las personas a ciertas prácticas reconocidas legalmente, y presentarlo como un atentado contra “los derechos” de los demás. Una justa regulación de la objeción de conciencia exige que se garantice que aquellos que recurren a ella no serán objeto de discriminación social o laboral46. La elaboración de un registro de objetores a determinados actos permitidos por la ley atenta contra el derecho de todo ciudadano a no ser obligado a declarar sobre sus propias convicciones religiosas o ideológicas. De todos modos, donde legalmente se exija este requisito “los agentes sanitarios no deben vacilar en pedirla (la objeción de conciencia) como derecho propio y como contribución específica al bien común”47.

En cumplimiento de este deber moral, el cristiano no “debe prestar la colaboración, ni siquiera formal, a aquellas prácticas que, aun siendo admitidas por la legislación civil, están en contraste con la ley de Dios”48. Puesto que el derecho a la vida tiene un carácter absoluto y nadie puede decidir por sí mismo sobre la vida de otro ser humano ni tampoco sobre la propia, “ante las leyes que legitiman la eutanasia o el suicidio asistido, se debe negar siempre cualquier cooperación formal o material inmediata”49. Esta “se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente principal”50. Esta cooperación convierte a la persona que la realiza en corresponsable51 y no se puede justificar invocando el respeto a la libertad y a los “derechos” de los otros52, ni apoyándose en que están previstos y autorizados por la ley.

Por ello, los católicos estamos absolutamente obligados a objetar en aquellas acciones que, estando aprobadas por las leyes, tienen como consecuencia la eliminación de una vida humana en su comienzo o en su término: “El aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no solo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia”53. Aunque no todas las formas de colaboración contribuyen del mismo modo a la realización de estos actos moralmente ilícitos, deben evitarse, en la medida de lo posible, aquellas acciones que puedan inducir a pensar que se están aprobado.

Actualmente, los católicos que tienen responsabilidades en instituciones del estado, con frecuencia se ven sometidos a conflictos de conciencia ante iniciativas legislativas que contradicen principios morales básicos. Puesto que el deber más importante de una sociedad es el de cuidar a la persona humana54, no pueden promover positivamente leyes que cuestionen el valor de la vida humana, ni apoyar con su voto propuestas que hayan sido presentadas por otros. Su deber como cristianos es “tutelar el derecho primario a la vida desde su concepción hasta su término natural”55, por lo que tienen la “precisa obligación de oponerse a estas leyes” 56. Esto no impide que, cuando no fuera posible abrogar las que están en vigor o evitar la aprobación de otras, quedando clara su absoluta oposición personal, puedan “lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de estas leyes y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública”57.

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