INICIO
Voz del Papa
6 de febrero de 2022
Nº 1408 • AÑO XXX

Homilía en la Jornada por la vida consagrada

“Renovemos hoy con entusiasmo nuestra consagración”

En la Jornada mundial por la vida consagrada que hemos celebrado el 2 de febrero, fiesta litúrgica de la Presentación del Señor, el Papa nos habla de “dos ancianos, Simeón y Ana”, y de una “espera (…) llena de movimiento”. Extracto de la homilía en la Eucaristía en esta fiesta litúrgica, dirigida a los consagrados y consagradas y válido para todos los fieles.

Dos ancianos, Simeón y Ana, esperan en el templo el cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho a su pueblo: la llegada del Mesías. Pero no es una espera pasiva sino llena de movimiento. En este contexto, sigamos pues los pasos de Simeón: él, en un primer momento, es conducido por el Espíritu, luego, ve en el Niño la salvación y, finalmente, lo toma en sus brazos (cf. Lc 2,26-28). Detengámonos en estas tres acciones y dejémonos interpelar por algunas cuestiones importantes para nosotros, en particular para la vida consagrada.

La primera, ¿qué es lo que nos mueve? Simeón va al templo “conducido por el mismo Espíritu” (v. 27). El Espíritu Santo es el actor principal de la escena. Es Él quien inflama el corazón de Simeón con el deseo de Dios, es Él quien aviva en su ánimo la espera, es Él quien lleva sus pasos hacia el templo y permite que sus ojos sean capaces de reconocer al Mesías, aunque aparezca como un niño pequeño y pobre. Así actúa el Espíritu Santo: nos hace capaces de percibir la presencia de Dios y su obra no en las cosas grandes, tampoco en las apariencias llamativas ni en las demostraciones de fuerza, sino en la pequeñez y en la fragilidad. Pensemos en la cruz, también ahí hay una pequeñez, una fragilidad, incluso un dramatismo. Pero ahí está la fuerza de Dios. La expresión “conducido por el Espíritu” nos recuerda lo que en la espiritualidad se denominan “mociones espirituales”, que son esas inspiraciones del alma que sentimos dentro de nosotros y que estamos llamados a escuchar, para discernir si provienen o no del Espíritu Santo. Estemos atentos a las mociones interiores del Espíritu.

Preguntémonos entonces, ¿de quién nos dejamos principalmente inspirar? ¿Del Espíritu Santo o del espíritu del mundo? Esta es una pregunta con la que todos nos debemos confrontar, sobre todo nosotros, los consagrados. Mientras el Espíritu lleva a reconocer a Dios en la pequeñez y en la fragilidad de un niño, nosotros a veces corremos el riesgo de concebir nuestra consagración en términos de resultados, de metas y de éxito. Nos movemos en busca de espacios, de notoriedad, de números —es una tentación—. (…)

Podemos preguntarnos, hermanos y hermanas, ¿qué es lo que anima nuestros días? ¿Qué amor nos impulsa a seguir adelante? ¿El Espíritu Santo o la pasión del momento, o cualquier otra cosa? ¿Cómo nos movemos en la Iglesia y en la sociedad? A veces, aun detrás de la apariencia de buenas obras, puede esconderse el virus del narcisismo o la obsesión de protagonismo. En otros casos, incluso cuando realizamos tantas actividades, nuestras comunidades religiosas parece que se mueven más por una repetición mecánica —hacer las cosas por costumbre, sólo por hacerlas— que por el entusiasmo de entrar en comunión con el Espíritu Santo. Nos hará bien a todos verificar hoy nuestras motivaciones interiores, discernir las mociones espirituales, porque la renovación de la vida consagrada pasa sobre todo por aquí.

Una segunda cuestión es, ¿qué ven nuestros ojos? Simeón, movido por el Espíritu, ve y reconoce a Cristo. Y reza diciendo: “mis ojos han visto tu salvación” (v. 30). Este es el gran milagro de la fe: que abre los ojos, trasforma la mirada y cambia la perspectiva. Como comprobamos por los muchos encuentros de Jesús en los evangelios, la fe nace de la mirada compasiva con la que Dios nos mira, rompiendo la dureza de nuestro corazón, curando sus heridas y dándonos una mirada nueva para vernos a nosotros mismos y al mundo. Una mirada nueva hacia nosotros mismos, hacia los demás, hacia todas las situaciones que vivimos, incluso las más dolorosas. No se trata de una mirada ingenua, no, sino sapiencial: la mirada ingenua huye de la realidad o finge no ver los problemas; se trata, por el contrario, de una mirada que sabe “ver dentro” y “ver más allá”; que no se detiene en las apariencias, sino que sabe entrar también en las fisuras de la fragilidad y de los fracasos para descubrir en ellas la presencia de Dios.

La mirada cansada de Simeón, aunque debilitada por los años, ve al Señor, ve la salvación. ¿Y nosotros? Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿qué ven nuestros ojos? ¿qué visión tenemos de la vida consagrada? (…)

Hermanos y hermanas, el Señor no deja de mandarnos señales para invitarnos a cultivar una visión renovada de la vida consagrada. Esta es necesaria, pero bajo la luz y las mociones del Espíritu Santo. No podemos fingir no ver estas señales y continuar como si nada, repitiendo las cosas de siempre, arrastrándonos por inercia en las formas del pasado, paralizados por el miedo a cambiar. Lo he dicho muchas veces, hoy, la tentación es ir hacia atrás, por seguridad, por miedo, para conservar la fe, para conservar el carisma del fundador… Es una tentación. La tentación de ir hacia atrás y de conservar las “tradiciones” con rigidez. Metámonoslo en la cabeza: la rigidez es una perversión, y detrás de toda rigidez hay graves problemas. Ni Simeón ni Ana eran rígidos, no, eran libres y tenían la alegría de hacer fiesta. Él, alabando al Señor y profetizando con valentía a la mamá; y ella, como buena viejita, yendo de un lado para otro diciendo: “Miren a estos, miren esto”. (…)

Hermanos y hermanas, no desaprovechemos el presente mirando al pasado, o soñando un mañana que jamás llegará, sino que pongámonos ante el Señor, en adoración, y pidámosle una mirada que sepa ver el bien y discernir los caminos de Dios. El Señor nos la dará, si nosotros se la pedimos. Con alegría, con fortaleza, sin miedo.

Por último, una tercera cosa, ¿qué estrechamos en nuestros brazos? Simeón tomó a Jesús en sus brazos (cf. v. 28). Esta es una escena tierna y densa de significado, única en los evangelios. Dios ha puesto a su Hijo en nuestros brazos porque acoger a Jesús es lo esencial, es el centro de la fe. A veces corremos el riesgo de perdernos y dispersarnos en mil cosas, de fijarnos en aspectos secundarios o de concéntranos en nuestros asuntos, olvidando que el centro de todo es Cristo, a quien debemos acoger como el Señor de nuestra vida.

Cuando Simeón toma en brazos a Jesús, sus labios pronuncian palabras de bendición, de alabanza y de asombro. Y nosotros, después de tantos años de vida consagrada, ¿hemos perdido la capacidad de asombrarnos? ¿O tenemos todavía esta capacidad? Hagamos un examen sobre esto, y si alguno no la encuentra, pida la gracia del asombro, el asombro ante las maravillas que Dios está haciendo en nosotros, ocultas como la del templo, cuando Simeón y Ana encontraron a Jesús. (…) Cuando no abrazamos a Jesús, entonces el corazón se encierra en la amargura. Es triste ver consagrados amargados, que viven encerrados en la queja por las cosas que no van bien, en un rigor que nos vuelve inflexibles, con aires de aparente superioridad.

Siempre se quejan de algo, del superior, de la superiora, de los hermanos, de la comunidad, de la cocina… Si no se quejan, no viven. Nosotros, en cambio, debemos abrazar a Jesús en adoración y pedirle una mirada que sepa reconocer el bien y distinguir los caminos de Dios. Si acogemos a Cristo con los brazos abiertos, acogeremos también a los demás con confianza y humildad. De este modo, los conflictos no exasperan, las distancias no dividen y desaparece la tentación de intimidar y de herir la dignidad de cualquier hermana o hermano se apaga. Abramos, pues, los brazos a Cristo y a los hermanos. Ahí está Jesús.

Queridos amigos, queridas amigas, renovemos hoy con entusiasmo nuestra consagración. Preguntémonos qué motivaciones impulsan nuestro corazón y nuestra acción, cuál es la visión renovada que estamos llamados a cultivar y, sobre todo, tomemos en brazos a Jesús. (…) Pongámoslo de nuevo a Él en el centro y sigamos adelante con alegría. Que así sea.