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6 de febrero de 2022
Nº 1408 • AÑO XXX

Artículo de D. Javier Martínez,
arzobispo de Granada

La ciudad desconocida (ignorada)

“Cuando se aborda hoy, en la cultura secular en que vivimos, la relación entre ‘religión y política’, o entre ‘Iglesia y política’, es habitual hacerlo en términos de separación, y de separación casi absoluta. Esos términos no tienen demasiada historia, pero los tenemos interiorizados de tal modo, que casi forman parte de nuestro ADN cultural. Es una visión de las dos realidades semi-popular y semi-académica”. Artículo del arzobispo de Granada, D. Javier Martínez, para la Revista Movimiento Cursillos de Cristiandad, en Venezuela.

Semi-académica porque consiste básicamente en versiones popularizadas del positivismo y de otras ficciones filosóficas del siglo diecinueve, hoy difícilmente sostenibles con rigor. Y semi-popular porque el pueblo-pueblo —no el “pueblo” artificial de los “populismos” o de las series en las plataformas televisivas—, conserva siempre un punto de sabiduría que le permite situarse más allá de las banalidades y de las mentiras de la propaganda y del comercio que dominan nuestro mundo, y que tienen esa visión falsa entre sus premisas fundamentales.

Según esta visión, “religión” y “política” son como el agua y el aceite. Nunca se mezclan. Incluso se piensa normalmente que uno de los más grandes logros de la modernidad fue el haber conseguido separarlas totalmente (o casi). La “religión” sería sólo una serie de mitos o “creencias inverificables”, o de “experiencias” puramente subjetivas. En el mejor de los casos, hoy, sirve como residuo folklórico del pasado, o para mantener un cierto sentido moral y de sumisión al poder en los sectores más ignorantes de la sociedad. En cuanto a la Iglesia, muchos (enemigos y falsos “amigos”, y no sin fundamento en planteamientos y en pecados nuestros a lo largo de la historia), la consideran ante todo o exclusivamente como un espacio de poder. Pero como la política en nuestro mundo sería por definición el lugar del poder, la rivalidad (incluso a muerte), ya está servida. Los poderes del mundo tratan de reducir a la Iglesia a “pura religión” (en sentido moderno), cuando no sencillamente a hacerla desaparecer. Y por eso no hay probablemente en nuestro mundo secular un crimen mayor que el que “la religión” o que “los hombres de Iglesia” se metan en política.    

Esta visión nace con el liberalismo, se consolida en la Ilustración, se solidifica en el siglo diecinueve, y se fosiliza a lo largo del siglo veinte. Y se quiebra a finales del siglo veinte (con algunas excepciones anteriores, como Péguy o Dostoievski). El proceso no es en todas partes homogéneo, ni esa quiebra es igual de profunda o de perceptible en todos los lugares. Pero cada vez se oye hablar más del mundo “post-secular”. Que como denominación se parece a “post-moderno”, sólo que la designación de “post-secular” va más hondo y más allá.[1]

“Puede hasta discutirse si el cristianismo es una religión. Desde luego no lo es en el sentido de la “religión” en la cultura moderna. Pero tampoco lo es en otro sentido: el cristianismo no es fruto de la búsqueda del Misterio por parte del hombre.
Al revés, el cristianismo es un camino que Dios ha hecho y hace en busca del hombre” 

No quisiera parecer demasiado simplista. En el mundo actual campa, aparentemente victorioso por todas partes, el neo-liberalismo, que una obra reciente definía como el intento de promover, mediante el poder coercitivo del estado, la imposición en todo el mundo, en todas las relaciones humanas, y en todas las esferas de la vida, desde la más privada a la más pública, la lógica del mercado.[2] La lógica del mercado, si no hay otros factores que la corrigen (morales, es decir, en realidad, religiosos), no es la lógica de la libertad (menos aún la del amor), como pretenden hacernos creer la propaganda y el marketing. Es la lógica del poder (sin olvidar que la libertad convertida en absoluto es esencialmente terrorista, como ponen de manifiesto —por poner sólo un par de ejemplos notables— las prácticas sumamente extendidas del aborto y de la esterilización). Por eso unos regímenes que parecen contrapuestos —y que lo son políticamente— se parecen tanto unos a otros. Pero la historia demuestra que tan pronto como una cultura, y su política correspondiente, se vuelven hegemónicas, sin verdaderas alternativas, inician su camino hacia la muerte. La cultura secular parece tener hoy todo el poder. Quizás lo tiene, y sus medios para imponerlo, incluso “pacíficamente”, son enormes. Pero, cada vez más, no tiene más que el poder. Un mundo regido por el mero poder (del estado o del mercado, o de la amalgama de los dos) no se distingue en nada de la barbarie: es la barbarie, por más sofisticada que sea su tecnología. Pero la humanidad, salvo una mutación genética brutal y de largo alcance (para nada imposible), nunca podrá ser reducida del todo a la mera lógica del poder. Esa reducción equivale a un suicidio global.  

Por supuesto, que la separación moderna de la religión y la política como esferas totalmente separadas y autónomas no resiste un análisis crítico. La política ha tendido siempre y tiende, a convertirse en religión, o a utilizar la religión en su provecho. De hecho, para todos los regímenes totalitarios, de ayer y de hoy, incluyendo los que se disfrazan de democracia, es la única religión verdadera, que pretende abarcar y definir y controlar más y más esferas de la vida, y también del lenguaje, del pensamiento y del deseo, sin más justificación que su poder. Y pretende definir y controlar el bien y el mal y el sentido de la vida todo entero. El caso es que muchos políticos se burlan de la moral, pero saben perfectamente que no pueden prescindir de ella. De hecho, viven —en todos los sentidos— de la moral (o de los restos de moral) que tienen los demás. Por eso tienen siempre que “vender” sus decisiones como buenas, como fruto de su preocupación por el bien (o por el bienestar) del pueblo. El más allá del bien y del mal de Nietzsche, sencillamente, no existe. Pues bien, la moral sólo es verdadera moral cuando puede afirmar un fin a la vida humana, y cuando ese fin es algo —o más exactamente, Alguien— que hace que valga la pena nacer y morir, y que valgan la pena las fatigas y los sacrificios que la vida y el amor y la poesía llevan consigo. Dicho de otro modo, una verdadera moral no puede consistir en listas de valores y/o derechos (“ficciones morales”, los llamaba con razón MacIntyre ya en 1981), sino que necesita ser sostenida desde dentro por una tradición inevitablemente religiosa.

“Eso quiere decir que el cristianismo es la Iglesia, que el cristianismo es un pueblo, hasta, si se quiere —y en un sentido muy verdadero—, una “nación”, una “patria”, una polis. UNA CIUDAD. San Agustín la llamaba la ciudad de Dios”

Pero si la política necesita una moral, y la moral nace de una tradición religiosa, la política tiene, necesariamente, que ver con la religión. Esto nos obliga a ahondar algo más en lo que significa la “religión”, y también en lo que significa el cristianismo, o mejor, en lo que significa la Iglesia. Pues la religión no es, como pensaba la modernidad, una esfera particular de la actividad humana, junto a otras — la ciencia, el arte, la técnica, la organización del trabajo o de la vida social. La religión es el reconocimiento del Misterio que hay en el fondo sin fondo de toda la realidad, y de toda la vida y la actividad humana. En toda realidad, por pequeña o grande que sea, el ser humano se tropieza, apenas empieza a profundizar, con el Misterio, que apenas se atisba, pero que se atisba en todo, desde el misterio (minúsculo, pero inabarcable) de una hoja de árbol hasta el misterio también inabarcable que somos nosotros, y que son nuestras relaciones con las personas y con las cosas, con nuestra sed de infinito y con nuestra historia. A lo largo de los siglos, las tradiciones religiosas, o culturales (es casi lo mismo), han tratado de articular lo mejor que podían, en las diferentes esferas de la vida, esa inevitable experiencia humana del Misterio.

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¿Qué pinta el cristianismo en todo esto, qué pinta la Iglesia? ¿Qué relación tiene con la religión y con la política? Nosotros mismos hemos contribuido a la separación perversa entre religión y política, entre “natural” y “sobrenatural”, entre lo humano y lo divino, o entre lo humano meramente animal e instintivo y el hombre divinizado. Hemos contribuido intelectualmente a esa separación, y hemos contribuido con nuestros muchos pecados, y especialmente con nuestras concesiones y nuestros compromisos con el poder y con la lógica del poder.

Puede hasta discutirse si el cristianismo es una religión. Desde luego no lo es en el sentido de la “religión” en la cultura moderna. Pero tampoco lo es en otro sentido: el cristianismo no es fruto de la búsqueda del Misterio por parte del hombre.[3] Al revés, el cristianismo es un camino que Dios ha hecho y hace en busca del hombre. Es la vida y el testimonio que nacen de una historia de amor, de un acontecimiento único, preparado en la Alianza de Dios con el pueblo de Israel, y consumado en tiempo de Cesar Augusto, y “bajo Poncio Pilato”, cuando Dios Hijo se une a nuestra humanidad en el seno de la Virgen María, se entrega por todos los hombres en la Pasión y en la Cruz, y triunfa del mal y de la muerte en la resurrección. Desde la resurrección, da a todos los que le acogen su Espíritu de Hijo de Dios, perdona sus pecados y les da una vida nueva, los une a Sí y entre sí como miembros suyos, y permanece con nosotros en los sacramentos y en la vida de la Iglesia, “todos los días, hasta el fin del mundo”. Ese acontecimiento sólo es comparable a la creación, porque sólo la creación y la resurrección de Cristo, son acontecimientos que no pueden ser reducidos a objetos y descritos desde fuera, que sólo pueden ser testimoniados en sus efectos.

Sus efectos somos nosotros, es la Iglesia. Es el pueblo que ha nacido del costado abierto de Cristo muerto y resucitado. Y que testimonia con su vida y con su muerte que “Jesucristo es el Señor”, como decía el primer “símbolo”, que permitía a los cristianos reconocerse entre sí en un mundo hostil. Ese Credo no era inofensivo. Provocaba mártires. “El Señor” (el kyrios) era el emperador. Pero desde su resurrección, Jesucristo es Señor “en los cielos, en la tierra, en los abismos”, esto es, en la creación entera.

Eso quiere decir que el cristianismo es la Iglesia, que el cristianismo es un pueblo, hasta, si se quiere —y en un sentido muy verdadero—, una “nación”, una “patria”, una polis. UNA CIUDAD. San Agustín la llamaba la ciudad de Dios. “Un pueblo hecho de todos los pueblos”, decían también los antiguos cristianos. Esa ciudad no compite con la ciudad y la política de los hombres, aunque los hombres, desde el principio, desde el mismo Jesús, hayan querido presentarla como un rival. Y no compite, sencillamente, porque su categoría fundamental, su política, su lógica, no es la del poder sino la del amor y el servicio. Pero es una verdadera ciudad, y en realidad, es nuestra verdadera patria, a la que pertenecemos. Es la Jerusalén del cielo, la Esposa bella que resplandece de santidad, ya aquí, en medio de los conflictos de este mundo.

“El cristianismo reducido a creencias o a valores, no necesita ser un pueblo, puede ser algo perfectamente invisible, interior, individual. Así lo es hoy muchas veces. Pero eso no es lo que ha nacido del costado abierto de Cristo muerto y resucitado. Si Jesús es el Señor de todo, Jesucristo nos revela quien es Dios, en Sí mismo y para nosotros, y quienes somos nosotros para Dios. ‘Dios es Amor’” 

El cristianismo reducido a creencias o a valores, no necesita ser un pueblo, puede ser algo perfectamente invisible, interior, individual. Así lo es hoy muchas veces. Pero eso no es lo que ha nacido del costado abierto de Cristo muerto y resucitado. Si Jesús es el Señor de todo, Jesucristo nos revela quien es Dios, en Sí mismo y para nosotros, y quienes somos nosotros para Dios. “Dios es Amor”. Y a la luz del Dios que es Amor descubrimos también la verdad verdadera de la vida humana, de todas las relaciones humanas y de todas las actividades humanas esenciales: el matrimonio y la familia, el trabajo en la tierra, los intercambios comerciales y la vida de la polis. Es la vida nueva en Cristo. Y esa nueva concepción de todo, esa alternativa a las categorías dominantes en nuestro mundo, es y será siempre la contribución de la Iglesia a la vida de los hombres, de cualquier cultura, y de la sociedad y de la polis. Una contribución absolutamente necesaria para que la humanidad no se deshumanice, para que no retorne a la barbarie.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Febrero 2022
Publicado en la Revista de Movimiento Cursillos de Cristiandad (Venezuela)


[1] Ya han empezado a multiplicarse los libros que hablan abiertamente de una era “post-secular”, y de una “filosofía post-secular”. Y de la necesidad de articular todas las categorías básicas, que describen la razón, la libertad y el afecto —el pensamiento, la ética y la estética, y todas las actividades humanas (desde la política a la educación) —, a un mundo en el que la quiebra de lo secular para configurar lo humano de una manera adecuada a las exigencias lo humano se hace más y más evidente. Otras veces se emplea, un poco para decir lo mismo (o algo parecido), el término “post-liberal”. Evidentemente, el término “post-secular” no tiene exactamente el mismo sentido en Japón o en la India, en USA o en Chile, en Francia o en España.

[2] Véase Rethinking Neoliberalism. Resisting the Disciplinary Regime. Edited by Sanford F. Schram y Mariana Pavlovskaya, Routledge, New York and London, 2018, p. xxi.

[3] En realidad, toda la búsqueda religiosa de la humanidad, como todo el anhelo de plenitud que hay en el hombre, a pesar de sus miles de torpezas y de errores, es ya sólo repuesta a un previo “revelarse” y “donarse” (y por tanto, a un “abajarse”) de Dios: “No me buscarías si no me hubieras encontrado”, decía San Agustín.