“La mesa católica”
“Un trozo de queso puede convertirse en una ocasión de gracia”
La mesa católica aborda la dignidad de la comida desde una perspectiva de fe, en la que priman el agradecimiento a Dios y la mesa compartida
“Los poetas han guardado un misterioso silencio sobre la cuestión del queso”. Ya hace aproximadamente un siglo G. K. Chesterton puso sobre la mesa la falta de sonetos en torno a un buen queso de cabra con pimentón. A un bizcocho de limón. A un guiso de carrilleras al vino. Pero “si más mujeres de pueblo hubieran tenido tiempo para escribir versos, la historia de la poesía [plagada de amor y pérdidas] podría haber sido diferente”. Expone tamaña ausencia Emily Stimpson, norteamericana y autora de un reconocido blog de hospitalidad católica y cocina, thecatholictable.com, y del libro La mesa católica. La alegría y dignidad de la comida desde la fe, que acaba de publicar en España CEU Ediciones.
Stimpson, con una historia compleja a sus espaldas de anorexia, se sobrepuso a su relación enfermiza con la comida tras su vuelta a la Iglesia. Comenzó a degustar los manjares como bienes ofrecidos por Dios, para deleite propio y compartido con otros. “No hay nada de ordinario en la comida”, asegura. “El más simple plato de sopa o el más humilde trozo de queso tienen el poder de convertirse en una ocasión de gracia, reuniendo a amigos alrededor de una mesa común para construir una vida compartida”.
Todo empieza con una sencilla verdad, asegura Stimpson. “La comida no era necesaria”. Si Dios hubiera querido, “podríamos haber obtenido nuestra nutrición y energía del sol, la tierra o la lluvia”. O, yendo más allá, la comida no tendría por qué tener ese abanico maravilloso de sabores y olores. El limón no tendría por qué ser agrio. Ni la rúcula amarga. Ni dulces los dátiles. El fruto de la tierra es un generoso regalo de Dios. Además, esta necesidad del hombre de alimentarse “nos acerca a los demás, nos une en cooperación”. Alguien cultiva, otro recoge, está quién distribuye, el que vende y el que compra. Y en última instancia, quienes cocinan y comen. Esta cadena “refleja, de alguna manera, la interdependencia de la humanidad”.
COMIDA Y SANTOS
El libro ofrece diversas historias de santos cuyos milagros se realizan en torno a la comida, como santa Francisca Romana, una noble que alimentó a los pobres de Roma durante una hambruna en el siglo XV. Con su suegro en contra, vació su despensa para que nadie se quedase sin comer. El mismo día que repartió el último grano, las provisiones se repusieron milagrosamente.
Otro rasgo fundamental de la comida en la vida del hombre es que alimenta más allá del aspecto nutricional. “Incluye consuelo, amor, curación, alegría”. El bebé prueba por primera vez la comida en el pecho consolador de su madre, que alimenta, pero también calma el llanto. “Los raspones en las rodillas se alivian con galletas y los corazones rotos con helado de fresa”. Y cuando queremos honrar a los amigos en un cumpleaños, al estrenar una nueva casa, porque hemos cambiado de trabajo… organizamos una cena. El Señor mismo eligió un trozo de pan para ofrecerse durante la eternidad. “Él siempre quiso que el alimento fuera un símbolo natural de las más grandes verdades sobrenaturales”.
Esta necesidad del hombre de alimentarse “nos acerca a los demás, nos une en cooperación”. Alguien cultiva, otro recoge, está quién distribuye, el que vende y el que compra. Y en última instancia, quienes cocinan y comen.
El gusto por sentarse a la mesa y disfrutar de los alimentos no es nada nuevo. La Sagrada Escritura está plagada de referencias a banquetes compartidos. En las bodas de Caná hubo siete días de fiesta; Salomón consagró su templo con oraciones y un festín; Abrahán organizó una comida para tres extraños; san Pablo asegura en la carta a Timoteo que solo las viudas que mostrasen hospitalidad podían ocupar lugares de honor en la comunidad. Y, sobre todo y ante todo, Jesús, que compartía asiduamente mesa con amigos, pero también con pecadores, se despidió de sus apóstoles más queridos celebrando una cena.
“El lugar que ocupa la comida en la narración de la historia de la Salvación es, en muchos sentidos, bastante corriente”, explica Stimpson. “La comida cura: una torta de higos sanó la úlcera del rey Ezequías”. También restablece la energía, como cuando “Pablo, tras su encuentro con Cristo en el camino de Damasco, tomando algo de comer recuperó las fuerzas”. El único consejo que da Jesús a los padres de la niña que resucita es que la dieran de comer. Rut “alimenta a su suegra con sus propias raciones ganadas tras un duro día de trabajo en el campo”. Y a los que no comparten sus alimentos, Jesús les hace saber (en Mateo, 25) que quien niega comida y bebida a hambrientos y sedientos, le niega la comida y la bebida a Él. Zanja la autora este acercamiento a la Escritura con una sentencia: “En cierto modo, la Biblia es el mayor libro de cocina”.
Fue así como los primeros cristianos, que cada domingo celebraban una “pequeña Pascua”, compartían Eucaristía y seguidamente un ágape fraterno, una comida en común. Igualmente ocurría en Pascua, Navidad, u otras celebraciones especiales, donde el trabajo en la cocina era (y es) un grado de ofrecimiento al otro y de agradecimiento a Dios por los dones recibidos. Esta costumbre, que se ha ido perdiendo en nuestros días –asegura que los estadounidenses cada vez invitan a menos amigos a compartir mesa en casa, y ni siquiera se hace en familia– es lo que Stimpson se ha propuesto recuperar. Es la hora de dejar de ver vídeos de recetas en Instagram y acercarse a los fogones.
Cristina Sánchez Aguilar
Alfa&Omega