Hans Urs von Balthasar
Obediencia y autonomía
(Antes del pecado original). En el Paraíso el hombre estuvo en obediencia a Dios y de esa obediencia dependía que él dominara de forma libre y regia sobre toda la tierra [“Dominad toda la tierra”, Gen 1, 28]. Dios no se comportó propiamente como la serpiente trata de dar a entender: que el hombre, llamado de suyo a la libertad, se hubiera visto constreñido de forma insoportable mediante la prohibición de no comer del árbol. “¿Con que Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del parque?”.
La serpiente, astuta, hace que la prohibición referida aun árbol concreto arroje su sombra sobre todos los árboles. Hace que la libertad de la obediencia aparezca como privación del poder soberano sobre toda creatura. Hasta entonces, Eva no había tenido la impresión de que la obediencia a Dios estuviera en contradicción con su propia libertad. La obediencia era para ella el orden mismo: ella era obediente a Dios y, mediante ello, todos los seres eran obedientes al hombre. Aquel orden era tan trasparente, tan obvio, que no requería ninguna reflexión. Nada era más sencillo que aquel orden, pues en él servían los hombres a Dios y todo lo demás servía a ello. Era una obediencia que ellos no tenían que arrancarse del alma porque no se les ocurría contraponer de forma comparativa la voluntad de Dios a la suya propia. Por consiguiente, en modo alguno tenían que renunciar a su propia voluntad para hacer la de Dios. Su propia voluntad era, lisa y llanamente, idéntica a esa obediencia. Ella era sólo el instrumento que necesitaban para obedecer y, en virtud de esa sintonía con Dios se sabían y sentían regiamente libres en la creación. Su libertad se cobijaba dentro de su obediencia, pero ésta era servicio a Dios en confianza, agradecimiento, amor.
(La situación después del pecado). Como resultado de la caída, la autonomía moral es inseparable del disponer de sí mismo [y no dejar a Dios, en obediencia amorosa, disponer sobre uno mismo].
(El cristiano). Cristo convierte a los suyos de esclavos en hijos. Los vincula a la ley de su propio estado en el Padre [pues Cristo está siempre en el Padre] para desligarlos de las leyes y elementos de este mundo. “El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en sus manos; quien cree en el Hijo posee la vida eterna” (Jn 3, 35-36).
Es cierto que, visto desde la pura naturaleza, el cristiano que es puesto en ese estado de Cristo pierde su “autonomía”. No posee ya el derecho de determinación sobre su propia persona y su destino, ni sobre la configuración de su vida. Renuncia a este derecho para recibir de Cristo y de su Iglesia la ley de su nueva vida. En lo más profundo de su ser él es un servidor aunque tiene que utilizar de forma responsable en este servicio todas sus facultades temporales: su memoria, su entendimiento y su voluntad libre. Él ha cambiado el indigno servicio al pecado por el noble servicio a lo divinamente recto (Rm 6, 16-23). Pero a este despersonalización mediante el estado [del cristiano] corresponde de inmediato un superior personalización ya que el cristiano, por el estado, participa ahora en el misterio de la condición de la persona divina de Cristo. Hasta ahora su persona, que se las daba de autónoma, estaba bajo el yugo de leyes formales y abstractas, “custodiados por la ley, encerrados esperando a que la fe se revelase” (Gál 3, 23), “menores de edad esclavizados por lo elemental del mundo” (Gál 4, 3). Sólo poniendo a disposición de la fe toda su persona participa él de una “ley” que coincide con el mismo ser persona, con la persona infinita del Hijo de Dios. Y participando de esta “ley”, el cristiano supera el dualismo existente entre persona concreta, libre, y ley abstracta, vinculante. Por eso la ley única del nuevo estado es la ley del amor en la que el cristiano se libera sirviendo y sirve desde la libertad. “Para que seamos libres nos liberó Cristo... A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad; solamente que esa libertad no dé pie a los bajos instintos. Al contrario, que el amor os tenga al servicio de los demás, porque la Ley entera queda cumplida en un solo mandamiento, el de ‘amarás al prójimo como a ti mismo’” (Gál 5, 1.13-14). Así, el estado del cristiano es lo más opuesto a una formalización de su vida. Sólo desde fuera y desde la increencia puede despertar esa sospecha su estar en la obediencia de Cristo.
Hans Urs von Balthasar
Estados de vida del cristiano