17 de octubre de 2021
1392 • AÑO XXIX

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El monasterio y el surgimiento de la devoción mariana (y II)

María, y la toma de conciencia de la mujer dentro del plan de salvación

Ofrecemos la segunda parte del texto dedicado a la Edad Media y el surgimiento de la devoción mariana, publicado por Humanitas.cl

Sin embargo, en el siglo XI de nuestra era, aparece una realidad cegadora, tan cegadora que nadie la había visto aún, a saber, la existencia de la mujer junto a un ser masculino. Se dirá que eso no es nuevo y que la humanidad ha tenido conciencia de ello desde el alba de los tiempos. Sin duda. Pero lo inédito es que eso ocurre en una sociedad cristiana, esencialmente edificada para los varones, por los varones, una sociedad que solo admite a las mujeres por lo que son, es decir, seres inferiores. El mensaje de Pablo, deformado por los Padres de la Iglesia, ha sido recibido y ha sido aplicado. A comienzos del siglo XI, más que nunca, la mujer es la sierva del hombre en el sentido de que ayuda al hombre a obtener la plenitud[12].

Lo que ahora ocurría era una toma de conciencia de la mujer dentro del plan de salvación y tomaba la imagen de María como el paradigma de esa cualidad ontológica que recién se redescubría y que era el eterno femenino, el arquetipo de mujer que trascendía los tiempos y se vinculaba a toda una larga tradición ancestral viva e ininterrumpida que conocía su más remoto eslabón en las diosas madres del Paleolítico. “Los teólogos y místicos que rechazaban cualquier influencia de la misteriosa María de Magdala sobre Jesucristo, comienzan a percibir que ese mismo Jesucristo tomó cuerpo en el vientre de una mujer, a la que debe su humanidad y, por lo tanto, su encarnación como hijo de Dios entre los hombres”[13]. María surgía en el núcleo mismo de la reconciliación ideal entre el Dios ofendido y el siervo culpable. Esta renovación de la reflexión sobre el estatuto de María como Theotokos –Madre de Dios– y como Virgen y todo lo que de ahí se desprende, será un caudal de riquísimos sermones y epístolas que correrá desde los monasterios de la campiña hacia los sencillos hombres y mujeres de los nacientes burgos, que los conectará con sus recuerdos ancestrales y su memoria racial de cuando rendía culto a la Magna Mater.

La reactivación de la devoción mariana operaría como un catalizador que integraría al hombre con su dimensión más femenina y humana. Se iniciaba la idea fundamental de que una restauración en el inconsciente colectivo, de la función simbólica, fuente vital de la renovación y del equilibrio físico de la comunidad, pasaba necesariamente por la conciliación y participación de lo femenino: “la imagen de la mujer objeto se esfuma ante la de la mujer-dueña actuante, que conduce hacia una más alta conciencia, abre el acceso al Otro Mundo y lleva a la realización del Sí”[14].

La Madre lo era porque operaba en sí misma tres conceptos que la afirmaban en plenitud con su ser mujer: en primer lugar, la vitalidad, la madre poseía vida, y vida en abundancia. En segundo lugar, la fecundidad, la madre tenía la capacidad de gestar vida, tanto dentro suyo como en su derredor. Y, en tercer lugar, la responsabilidad, la madre cuidaba la vida que le había sido regalada, asegurando la existencia aún mucho tiempo después de salir de su vientre. Todo esto quedaba amarrado armónicamente por la concepción del auténtico amor, núcleo central de la predicación cristiana.

Esta naciente conciencia del papel decisivo de María en el plan de Salvación –que iría incrementándose en número y posibilidades en el curso de los años siguientes– estará acompañada de una toma de conciencia del lugar de la mujer dentro de la espiritualidad de la época. Por tanto, operaría un cambio fundamental de carácter doble: en la visión del rol espiritual y maternal que se tendrá de María y en su causa segunda o expresión sensible que será la mujer. La participación e influencia de esta en la vida espiritual y eclesial de la época de los siglos X y XI será completamente distinta a la que se desarrollaría durante los siglos XII y XIII, durante el cual conocería su apogeo, para durante los siglos XIV y XV, producirse el declive.

MUJERES SANTAS
Efectivamente, el período que iba desde finales del s. XII hasta principios del XIV permitiría que las mujeres tuvieran mayores oportunidades de ejercer tareas religiosas y también pondría a disposición mayor cantidad de roles. No es fortuito que precisamente en esta época creciera considerablemente el número de mujeres santas. La piedad que desarrollaron estas mujeres, ya sean laicas o religiosas, adquiriría ciertas particularidades que las volverían sospechosas a la vista de los ojos siempre recelosos, y a veces temerosos, de los clérigos del canon secular. Por primera vez en la historia podremos hablar de una influencia específicamente femenina en el desarrollo de la espiritualidad –como es el caso de las beguinas–. “De hecho, esa espiritualidad afectiva contra la cual reaccionaron los reformadores protestantes y católicos romanos –una espiritualidad basada en una confianza ardiente en la capacidad del ser humano para imitar a Cristo– se debe, en parte, a las mujeres religiosas de fines de la Edad Media en Europa”[15].

Si bien antes de este período en cuestión, en el mundo medieval prácticamente el único rol religioso posible era el de ser monja –aparte de las canonesas que surgirían en el período carolingio[16]–, y además de lo poderosas que algunas mujeres podían haber sido como abadesas o reinas santas, los roles femeninos que salen de lo ordinario estaban reservados habitualmente para la alta aristocracia. Durante los siglos X y comienzos del XI, Europa pasó una sombría época de guerra y penurias y se fundaron pocos monasterios femeninos. Por ejemplo, Cluny fundó cientos de monasterios antes del 1100, pero solo uno para mujeres en ese mismo período –y que era precisamente para acoger a las mujeres cuyos maridos querían ser monjes de Cluny–. No obstante, en los siglos XII y XIII la situación comenzó a cambiar.

En el continente, dos de las más prestigiosas órdenes nuevas del siglo XII, los premonstratenses y los cistercienses, fundaron casas de mujeres que crecieron con alarmante rapidez. La historia del entusiasmo femenino, institucionalizado como monaquismo estricto, se repitió a principios del siglo XIII cuando Clara de Asís (M. 1253) trató de seguir a Francisco en la vida mendicante, pero fue forzada a aceptar una vida de estricta clausura. Las mujeres no eran solamente discípulas limitadas en sus ideales religiosos por clérigos poderosos; eran también líderes y reformadoras. En el siglo XIII, cuando el monaquismo benedictino de hombres se vio eclipsado por los frailes, una mujer italiana, Santuccia Carabotti, fundó un convento cerca de Gubbio, poniendo en práctica una estricta interpretación de la regla benedictina, y más adelante reformó y supervisó otros veinticuatro monasterios, tomándolos bajo su dirección[17].

Y aunque había renuencia y oposición masculina de parte de algunos monjes, canónigos y frailes a ocuparse del cuidado pastoral de las monjas, no se logró amainar el rápido crecimiento de mujeres que abrazaban la vida religiosa. Por otro lado, a veces se contó con el apoyo de autoridades religiosas como papas, clérigos locales e incluso de algunos laicos prominentes que apoyaban y dotaban materialmente a los conventos de mujeres.

En el siglo XIII y a principios del XIV, estos monasterios de mujeres constituían verdaderas redes de influencia espiritual, donde se escribían colecciones de vidas de monjas y de visiones, que a menudo eran leídas en conventos de varones y de mujeres como parte de la instrucción espiritual. En algunas partes de Europa, donde las casas de varones declinaron muy rápidamente después del siglo XIII, tanto en fervor religioso como económico, la mayoría de los religiosos enclaustrados eran mujeres[18].

Pero es necesario insistir que es la época que va del s. X al s. XII, la que está principalmente caracterizada por “la influencia creciente que la espiritualidad monástica ejerce en el conjunto del pueblo cristiano”[19]. Por lo que se produce un fuerte cambio en la percepción que se tenía de la Iglesia, pues la Iglesia de la Corte Imperial era una Iglesia secular, dirigida por el Emperador y los obispos, pero producto de los grandes cambios sucedidos entre fines del s. IX y el s. X, el orden sacerdotal entró en franca decadencia, tanto en el plano espiritual como en el de la autoridad moral. “Sin embargo, el monacato fue la institución que mejor resistió esta grave crisis que puso en peligro la existencia misma de la Iglesia, amenazada de disolución tanto por la secularización del clero como por la difusión del sistema de iglesias privadas”[20]. La gran y positiva novedad es que este movimiento monástico no tuvo que ver con la acción de un poder central –como de hecho ocurrió en la época de Carlomagno–, sino que tiene que ver con un movimiento de retorno de los primitivos ideales y de un fervor original de reforma religiosa que llega a ser la manifestación más profunda y pura de las aspiraciones de renovación espiritual de la sociedad monástica. Esto llegó a estar tan asimilado en el resto de la población que la excepcional superioridad de ese régimen de vida sobre cualquier otro estado estaba muy interiorizada por todos los cristianos y se veía como un ideal o una vocación a seguir. 

Así, desde los monasterios se iba a irradiar este descubrimiento y renovación del culto mariano para alcanzar a impregnar la siguiente era de las grandes catedrales, que cubrió como un blanco manto las ciudades europeas y sus campiñas, que concentraron un sinnúmero de abadías y monasterios, dieron su impronta a una época, consagrando sus espacios sagrados bajo la protección y advocación a Nuestra Señora. Una proeza espiritual y un esfuerzo constructivo sin parangón que habría de modelar necesariamente a la sociedad de la época. Por ello, sería muy limitado y pobre restringirlo a un mero furor constructivo reservado al ámbito de la sola fe. Un movimiento cultural auténtico se prueba no solo en sus dimensiones materiales, sino también en sus alcances civilizatorios. Pero eso es materia para otro artículo.

Cristián León González
Publicado en Humanitas.cl

NOTAS

[12] Op. cit. p. 16. 

[13] Idem.

[14] Aubailly, Jean-Claude; La Fée et le chevalier. Champion, 1986, París, p. 143, en Op. Cit., Markale, Jean, p. 18. 

[15] Walker Bynum, Caroline; “Mujeres religiosas de fines de la Edad Media” (pp. 127-144) en RAITT, Jill; McGinn, Bernard y Meyendorf f, John. Espiritualidad Cristiana: Alta Edad Media y Reforma (vol. II). Lumen, Buenos Aires, 2008, p. 127.

[16] Que en la realidad eran muy similares a las monjas, pero que formulaban votos de pobreza menos estrictos. 

[17] Op. cit. p. 128. 

[18] Walker Bynum, Caroline; “Mujeres religiosas de fines de la Edad Media”, p. 129. 

[19] Vauchez, André; La espiritualidad del Occidente Medieval. Cátedra, Madrid, 2001, p. 32.

[20] Op. cit. p. 33.