10 de octubre de de 2021
1391 • AÑO XXIX

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Edad Media (I)

El monasterio y el surgimiento de la devoción mariana

Estudiar la posición social que la mujer ejerció durante la Edad Media permitirá entender que los procesos humanos son dinámicos y no estáticos, que hay períodos de sombras evidentes, pero también de luces muy resplandecientes. Permitirá también comprender el inmenso rol civilizatorio que ésta tuvo en una sociedad que aún se tilda de oscura y de negación de su elemento femenino. La Edad Media fue una época rica y diversa, un mosaico de muchos colores, y algunos de ellos fueron muy vibrantes y cruciales.

Después de las turbulencias en torno a lo que se ha dado en llamar el Año Mil, se provocó un cuestionamiento en todos los niveles de la sociedad cristiana occidental que ya se estaba consolidando. Entre ellas un nuevo modo de plantear el conflictivo tema de las relaciones entre hombre y mujer, relaciones que estarían estrechamente vinculadas a especulaciones espirituales e intelectuales.

A partir del siglo XI, una Europa nueva e irreconocible despierta de las noches de pesadilla del Año Mil, una Europa que apenas comienza a integrar las distintas aportaciones de su larga gestación en una síntesis que se hará cada vez más armoniosa antes de esterilizarse a finales de la Edad Media, a consecuencia de la usurpación llevada a cabo por la Iglesia romana en los campos de la espiritualidad y del saber. Del siglo XI a finales del XIII, se produce una fantástica revolución, una revolución en el auténtico sentido del término, es decir, que concluye con el regreso al punto de partida, y no la acepción moderna de la palabra que supone un cambio de orientación[1].

Una fuente clave de renovación será el desplazamiento de los centros de la cultura intelectual, como de la vida cultural y la espiritualidad, desde las sedes episcopales ligadas a la sede palatina de Aquisgrán y al sueño de la universalidad cristiana del imperio de un Carlomagno y de sus sucesores y de la Sede pontificia en la Roma de un Silvestre II, a la realidad más local del monasterio y su limitado radio de influencia, pero que por la enorme vitalidad de algunos de sus más connotados miembros y su consecuente irradiación por toda la geografía europea, supuso una influencia decisiva.

No hay que olvidar que para entender la mentalidad de esta época debemos tener muy claro que para ellos era clave integrar la vida cultural con la vida espiritual; no puede existir una sin una fusión armónica con la otra. Y en este ámbito resurgía una nueva elaboración con respecto a la mujer.

Hasta el año Mil, la cultura intelectual se hallaba confinada en torno a las sedes episcopales. Las famosas Escuelas de Palacio, que se han atribuido con cierta imprudencia a Carlomagno, son los más adecuados modelos de la vida intelectual de su tiempo. La cultura es episcopal, aristocrática y principesca. Su personaje típico es Gerberto de Aurillac, el futuro Papa Silvestre II. Creció, fue educado y alimentado a la sombra de las catedrales, sirvió lleno de celo a los príncipes de la Iglesia y a los príncipes de este mundo; el escólatra es, en suma, el conservador oficial de una cultura obtenida, a la vez, en los textos bíblicos y en la gran tradición latina. Es preciso escribir y hablar como Cicerón o como Tito Livio. Pero pasado el Año Mil, los artesanos de la cultura no forjarán ya sus armas a la sombra de las catedrales, sino a la de los monasterios. El cambio de rumbo es importante. Y también ahí se produce un fenómeno de parcelación, un proceso de disgregación[2].

De este modo, por su parte, el alto clero del canon secular se preocupó más de regentar los diversos aspectos de la vida de los laicos, dando una especial prioridad y preocupación a los asuntos ligados a la mujer y los temas sexuales. Así vemos al obispo de Rennes, Étienne de Fougères, que en su Livre des Manierès (compuesto hacia 1174 y 1178),[3] dirigido a las gentes de la corte, a los caballeros y a las damas, insiste en que la mujer es portadora del mal, ya que su naturaleza se inclina hacia tres vicios mayores, como son el uso y abuso de encantamientos y sortilegios para con ellas mismas y para con los hombres; en segundo lugar son naturalmente hostiles, indóciles y agresivas para con el varón: “las damas son rebeldes, las damas son pérfidas, vindicativas, y su primera venganza es tener un amante”[4] ; y en tercer lugar, la mujer es dominada por la lujuria: “Débiles como son, un deseo las consume, les cuesta dominarlo y las conduce directamente al adulterio”[5].

Este texto muestra una idea irrefutable, que es la baja estima que la alta dirección de la Iglesia oficial, el canon secular, tiene de las mujeres en el siglo XII: “Los sacerdotes, en todo caso, que también sufren conteniendo sus apetitos, consideraban que la raíz del mal, la fuente de todos los desbordes de las damas era la impetuosa sensualidad de que, según ellos, las damas estaban dotadas naturalmente”[6]. Peor es en ese sentido el Livre des dix chapitres de Marbode de Rennes[7], también obispo de Rennes, pero medio siglo antes, que califica a la mujer de pendenciera, avara, ligera, celosa, comparándola con la fantástica quimera, que siembra la muerte y la condenación eterna. Una tercera fuente, aún más antigua, salida también del clero secular, es la obra Decretum del obispo Burchard de Worms (escrita hacia 1007 y 1012),[8] que es más bien un tratado o manual práctico que clasifica, juzga y define las prescripciones e infracciones a cada falta, basándose en la “jurisprudencia” de las autoridades eclesiásticas que le precedieron en esas materias: “Todos los obispos la utilizaron en esta parte de la cristiandad en el siglo XI y hasta fines del XII para desalojar el pecado y dosificar equitativamente los castigos redentores. El Decretum se presenta como el instrumento indispensable de una purificación general”[9].

La Iglesia establecida busca hacerse con el poder, ejercer mecanismos de control y de dominación, intentando dominar la conducta de los laicos, pudiendo interrogar, vigilar y castigar, en definitiva, pudiendo tutelar hasta las esferas más íntimas de la existencia. “Se aprecia con claridad que la mujer inquieta en primer término a los hombres porque es portadora de muerte”[10].

Así se estableció una creciente separación entre el clero secular y el canon regular. El primero, en su forma de alto clero, se politiza, se vincula al poder regio o al de la nobleza local; y en su condición de bajo clero, atomizado en las aldeas de la campiña no desempeña ningún rol relevante en la transmisión de la cultura, salvo el de acatar y promover la voluntad del alto clero. Es ese espacio que se abría el que oportunamente fue ocupado por los monjes, quienes se dedicaron a la generación de la espiritualidad y la cultura que habría de inaugurar la Baja Edad Media, y gracias a ellos la mentalidad medieval comenzó a operar un cambio significativo. “Como depositarios del saber, englobando este tanto las ciencias y las artes como la tradición propiamente religiosa, los monjes del siglo XI no solo conservaron el patrimonio cultural de Occidente; sino que lo hicieron vivir también, lo prolongaron y maduraron: lo que se suele denominar Edad Media es obra suya. Es una realidad histórica indiscutible”[11].

No hay que olvidar que para entender la mentalidad de esta época debemos tener muy claro que para ellos era clave integrar la vida cultural con la vida espiritual; no puede existir una sin una fusión armónica con la otra. Y en este ámbito resurgía una nueva elaboración con respecto a la mujer. (…)

Cristián León González
Publicado en Humanitas.cl


[1] Markale, Jean; El Amor Cortés o la pareja infernal. José J, de Olañeta, Palma de Mallorca, 2006, p. 8. 
[2] Op. cit. pp. 13-14. Como sabemos, el monaquismo no era algo nuevo, pero lo que sí es novedoso fue la síntesis entre el monaquismo benedictino de inspiración italiana con el monaquismo columbano de origen céltico, pues este último, a raíz de los problemas que tuvo con los reyes merovingios, se organizó de modo de obtener bastante autonomía de las autoridades temporales. Así, cuando se fusionaron con los benedictinos, infundieron a estos la pretensión de una independencia cada vez mayor frente a los poderes establecidos. 
[3] Ver De Fougères, Étienne; Livre des Manierès (ed. por R. Anthony Lodge). Librairie Droz, Genéve (Suiza), 1979.
[4] Duby, Georges; Mujeres del siglo XII. vol. III. Andrés Bello, Santiago, 1998, p. 17.
[5] Op. cit. p. 17.
[6] Op. cit. p. 18.
[7] Ver en Prudence, Saint Augustin, Fortunat, Hrotsvitha, Marbode; Les écrivains célèbres, Le latin chrétien. Editions d’art Lucien Mazenod, París, 1965.
[8]  Ver Von Worms, Burchard; Decretum, en MIGNE, Patrología Latina, Vol. CXL. 
[9] Op. cit. Duby. p. 22. 
[10] Op. cit. p. 32.
[11] Op. cit. Markale p. 15.