6 de junio de 2021
1382 • AÑO XXIX

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Ángelus,
en la Solemnidad de la Santísima Trinidad

“El amor es esencialmente don de Sí mismo”

En esta fiesta en la que celebramos a Dios: el misterio de un único Dios y este Dios es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”. Palabras del Papa Francisco en el Ángelus, desde la Plaza de San Pedro, el 30 de mayo de 2021.

Tres personas, ¡pero Dios es uno! El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu es Dios. Pero no son tres dioses: es un solo Dios en tres Personas. Es un misterio que nos ha revelado Jesucristo: la Santa Trinidad. Hoy nos detenemos a celebrar este misterio, porque las Personas no son adjetivaciones de Dios: no. Son Personas, reales, distintas, diferentes; no son —como decía aquel filósofo— “emanaciones de Dios”: ¡no, no! Son Personas. Está el Padre, al que rezo con el Padrenuestro; está el Hijo que me ha dado la redención, la justificación; está el Espíritu Santo que habita en nosotros y habita en la Iglesia. Y este nos habla al corazón, porque lo encontramos encerrado en esa frase de san Juan que resume toda la revelación: “Dios es Amor” (1Jn 4,8.16). El Padre es Amor, el Hijo es Amor, el Espíritu Santo es Amor. Y en cuanto es Amor, Dios, aunque es uno y único, no es soledad, sino comunión, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Porque el amor es esencialmente don de Sí mismo, y en su realidad originaria e infinita es Padre que se da generando al Hijo, que a su vez se da al Padre, y su amor mutuo es el Espíritu Santo, vínculo de su unidad. No es fácil entenderlo, pero se puede vivir este misterio; todos nosotros; se puede vivir tanto.

En el anuncio del Evangelio y en toda forma de la misión cristiana, no se puede prescindir de esta unidad a la que llama Jesús, entre nosotros, siguiendo la del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Este Misterio de la Trinidad nos fue desvelado por el mismo Jesús. Él nos hizo conocer el rostro de Dios como Padre misericordioso; se presentó a Sí mismo, verdadero hombre, como Hijo de Dios y Verbo del Padre, Salvador que da su vida por nosotros y habló del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, Espíritu de la Verdad, Espíritu Paráclito —el domingo pasado hablamos de esta palabra “paráclito”— es decir, Consolador y Abogado. Y cuando Jesús se apareció a los apóstoles después de la Resurrección, Jesús los mandó a evangelizar “a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).

La fiesta de hoy, pues, nos hace contemplar este maravilloso misterio de amor y luz del que procedemos y hacia el cual se orienta nuestro camino terrenal.

En el anuncio del Evangelio y en toda forma de la misión cristiana, no se puede prescindir de esta unidad a la que llama Jesús, entre nosotros, siguiendo la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: no se puede prescindir de esta unidad. La belleza del Evangelio requiere ser vivida —la unidad— y testimoniada en la concordia entre nosotros, que somos tan diferentes. Y esta unidad me atrevo a decir que es esencial para el cristiano: no es una actitud, una forma de decir: no, es esencial, porque es la unidad que nace del amor, de la misericordia de Dios, de la justificación de Jesucristo y de la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones.

María Santísima, en su sencillez y humildad, refleja la Belleza de Dios Uno y Trino, porque recibió plenamente a Jesús en su vida. Que Ella sostenga nuestra fe; que nos haga adoradores de Dios y servidores de nuestros hermanos.