30 de mayo de 2021
1381• AÑO XXIX

INICIO - Textos

Hans Urs von Balthasar,
en “El cristianismo es un don”

Cristo y la castidad

No hay ética en el mundo que, en materia de castidad, sea menos mojigata y más exigente, que la ética de Jesús. En ninguna parte un rasgo hostil al cuerpo, y menos maniqueo. ¿Cómo iba a ser de otro modo en un religión anclada en la encarnación de Dios?

Jesús retorna a los aires puros de los orígenes, de la pura voluntad de Dios: “Al principio Dios creó al hombre varón y mujer... Los dos se hacen una carne. No son, por tanto, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mc 10, 5ss). A “una carne” corresponde, conforme a la voluntad creadora original, un solo espíritu: “El que mira a una mujer deseándola, ha quebrantado ya el vínculo matrimonial” (Mt 5, 28). Esta es sencillamente la norma. Y Jesús renueva el amor necesario para que una carne corresponda a un espíritu.

Es un amor en cuerpo y alma, ama al hombre entero y se le entrega plenamente. Al nivel de la exigencia de Jesús, toda la persona se pone en juego. Él actúa siempre con su carne. Su carne fue crucificada por mí. Su carne se me da eucarísticamente para que así y no de otro modo alcance yo la vida eterna (Jn 6, 53s). Ha visto su carne en la mía, o sea, me ha visto a mí, al hombre entero, con todas mis fuerzas y pulsiones corporales. “No es el cuerpo para la lujuria sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo”. Sí, al llevar Cristo mis pecados en su carne todos mis pecados de espíritu y carne, me ha expropiado de ellos, por así decirlo. “Todos nosotros ya no nos pertenecemos, pues hemos sido rescatados a caro precio”, estamos insertados corpóreamente en el cuerpo de Cristo. “Tomaré los miembros de Cristo y los haré miembros de una prostituta, haciéndolos una carne con ella?”. Esto no va solamente contra la ley de la creación, que Jesús ha renovado y purificado, sino contra la ley mucho más delicada y exigente de la redención, donde se da carne por carne. “Quien, por el contrario, depende del Señor (propiamente, ¡se conderrite con el Señor!), es un solo espíritu con Él”, acaba San Pablo (I Cor 6, 13 ss). Y podría también decir: es un corazón, una carne con Él. 

En la religión del Dios encarnado, tu cuerpo no es una nonada, algo sin importancia y baladí: al contrario, tu cuerpo sube de rango.

Desde estas alturas ilumina san Pablo el matrimonio natural, sujetándolo expresamente la amor de Cristo a su esposa, a la humanidad redimida por Él. El varón, en el acto sexual, es también precisamente donación perfecta, que acepta al mismo tiempo la entrega de la mujer y le da su forma; la mujer es una dejarse in formar sin poner interiormente límites al amor donado. En la distinción de los sexos, que ya no es algo puramente porque el sexo marca las actitudes personales, se encierra la posibilidad de la perfecta reciprocidad en unidad de ese amor y fecundidad que desborda a los consortes. “Grande es este misterio, lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 25-32). Ya no se trata simplemente (como antes) de que cada cristiano en su individualidad es expropiado de la corporeidad, ni de que, en el matrimonio, el hombre pertenezca a la mujer y la mujer al hombre, sin el derecho a disponer de su propio cuerpo (I Cor 7, 4); ahora más bien, ambos, en el vínculo del amor, son expropiados en el absoluto amor de Dios (en Cristo) a la humanidad, amor que es esponsal. A partir de este amor fue creada la sexualidad humana y a él está dirigida.

Naturalmente, quedan en este terreno una multitud de problemas, cuestiones e inquietudes, que no son para desecharlas de un manotazo, ni para solucionarlas con sutilezas casuísticas, ni tampoco para acallarlas permitiendo todo. La norma, que es la meta, está como un punto en la cima del monte. Desde ahí pueden tomarse las mediciones del valle: no te perteneces a ti, sino a Dios y al prójimo, no tienes derecho a disponer de tu propio cuerpo, suya función tiene sólo sentido como expresión de un amor verdaderamente generoso y dispuesto al servicio. Ordena tus pasos mirando a esta cima. Y más todavía: en la religión del Dios encarnado, tu cuerpo no es una nonada, algo sin importancia y baladí: al contrario, tu cuerpo sube de rango. El cuerpo del cristiano es “templo del Espíritu Santo”, que habita en vosotros y que lo habéis recibido de Dios, de suerte que ya no os pertenecéis”. Pecado mortal, pecado venial: esto es ya casuística. Se nos pide únicamente tener la vista fijada en el contenido original del Evangelio. Porque su sencillo esbozo sobre la ética sexual es tan inmutable como la esencia del amor de Dios, hecho carne en Cristo. Este amor no cambia. En la medida en que el cristiano tiene su mirada y su corazón fijos en la órbita de este amor humilde y exhaustivamente generoso, tendrá a mono la brújula para orientarse en la nebulosa de los asuntos sexuales. Cuando el hombre abre de par en par los redaños de su intimidad, penetra este amor hasta dentro: “Hijo, dame tu corazón” (Prov 23, 26).