30 de mayo de 2021
Nº 1381• AÑO XXIX
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Monjas cartujas
“Somos mujeres de nuestro tiempo”
Todo empezó hace 9 siglos: Bruno y seis compañeros, “inflamados de amor divino”, lo dejan todo y se retiran a los bosques de la Chartreuse, en Francia. Allí, siguiendo las inspiraciones del Espíritu Santo y dejándose instruir por la experiencia, crean un estilo propio de vida eremítica: soledad y fraternidad, que transmiten a las generaciones sucesivas, no por escrito, sino por el ejemplo.
La irradiación del pequeño grupo de solitarios es discreta y atrayente. Las monjas de Prébayon, en la Provenza, anhelan seguir el mismo camino, y deciden espontáneamente abrazar la regla de vida de los cartujos. Al recibirlas en su seno, la Orden hace de ellas las primeras hijas de san Bruno.
Era hacia el 1145. Somos las herederas del ideal de san Bruno. Como él, deseamos buscar a Dios ardientemente y encontrarle cuanto antes. Nuestro anhelo se hace tangible hasta en la situación de nuestro monasterio: alejado de lugares, habitado y rodeado de una clausura, es un desierto en el que todo apunta hacia Dios. Nuestro carisma propio es la vida solitaria. Las celdas y lugares de trabajo están dispuestos como ermitas. La mayor parte de nuestra jornada transcurre en la soledad. En la celda nos consagramos al recogimiento, la plegaria y la intercesión, a estudios apropiados a nuestra vida, al trabajo, e igualmente en la celda tomamos las comidas entre semana, fomentando en todo momento una actitud de escucha tranquila del corazón, que permita a Dios penetrar en él por todos los caminos y accesos. Bruno no fue sólo al desierto, sino con otros hermanos. Sus hijas no somos ermitañas aisladas.
“La vida monástica, hoy, como siempre, supone escoger a Dios, pero no para desertar de la familia humana, sino para asumir una misión de intercesión en nombre y a favor de todos”
Nuestro monasterio es también el lugar de una profunda vida fraterna. Cada una se sabe unida a sus hermanas por el mismo ideal, y sostenida por un recíproco afecto. La sagrada liturgia, en cuya participación nos reunimos cada día, nos vivifica con la Sangre de Cristo y nos congrega en una iglesia. La vigilia nocturna, que celebramos a medianoche, y el canto diario de vísperas son ocasiones privilegiadas de encuentro fraterno. Los días festivos tomamos juntas la comida en el refectorio, escuchando entre tanto una lectura espiritual. Una reunión capitular y un coloquio están previstos en los domingos y fiestas, y un largo paseo semanal, contribuye al conocimiento mutuo y a la unión de corazones. Al llegar aquí, hay quien dice: “¿Eso es todo lo que “hacen” las monjas?”. “Hacer”, ciertamente, nuestras ocupaciones son múltiples y variadas; pero ¿el valor de una persona depende de lo que se “hace” o de lo que se “es”? Pero, ¿quién puede abrazar una vida tal? ¿Quiénes son las que se encuentran en un tal monasterio?
Pues bien: somos mujeres de nuestro tiempo. Apreciamos la vida que hemos dejado y hemos renunciado a ella sin coacción, libremente, y con alegría de haber hecho una buena elección. Mujeres de nuestro tiempo pero que hemos oído el mismo llamamiento que san Bruno, el cual escribía entusiasmado: “¿Hay algo más innato y conforme a la naturaleza humana que amar el Bien? ¿Y hay otro bien comparable a Dios? ¿Qué digo; hay otro bien fuera de Dios?” (Carta de san Bruno a su amigo Raúl). La vida monástica, hoy, como siempre, supone escoger a Dios, pero no para desertar de la familia humana, sino para asumir una misión de intercesión en nombre y a favor de todos. Es el Amor que nos ha atraído al desierto. Así, según las palabras de nuestros Estatutos: “Separadas de todos, permanecemos unidas a todos y, así en nombre de todos permanecemos en presencia del Dios vivo”.
Cristina
Monjas cartujas de Santa María de Benifassà (Castellón)
(De los testimonios recogidos por la CEE para la Jornada Pro Orantibus)