2 de mayo de 2021
Nº 1377 • AÑO XXIX
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Hans Urs von Balthasar
¿Por qué Occidente?
Lo que se juega en la defensa del Occidente no es un principio histórico-geográfico, como lo defiende una ideología burguesa, sino una idea cristiana, que se muestra cuando se trata de misión o de superación de fronteras.
La idea de Occidente, que ha llegado a ser tradicional, es una idea cerrada: son defendidos el territorio, la patria, la tradición afirmada absolutamente. La idea caballeresca* es abierta: la existencia cristiana vive de la misión, pierde su derecho a existir cuando deja que se pierda la misión. “El Occidente, como área cultural, no es el territorio que nos sostendrá; nos sostendrá, sí, el cristianismo occidental. El cristianismo está abierto hacia el mundo, porque debe responder al mundo”.
Dos veces esta misión occidental ha sido exigida con toda agudeza y claridad. La primera, cuando ante la atónita mirada de los europeos se escindió la niebla y emergieron los lejanos territorios de América, de África, de la India y de Oceanía, cuando fue puesta en las manos de Occidente la misión cristiana por excelencia: la extensión del reino existente hasta entonces en un reino del mundo. Nosotros estamos en el centro de la segunda demanda: comienza con la revolución francesa y continúa, pasando por la revolución rusa, hacia el futuro: en el colapso de la antiguas formas de conciencia social, en el todavía-no de lo nuevo, en la nada y el “entre tanto” actuales, se encuentra la exigencia de, en la misión y a partir de ella, poner sobre lo nuevo un sello. Ambas situaciones han sido para el Occidente una inaudita sobreexigencia de sus energías naturales, una ampliación poderosa de los horizontes –geográficos una vez, espirituales ahora-, ambas situaciones gobernables sólo mediante una igualmente inaudita acumulación de energías cristianas, sobrenaturales.
El nuevo caballero de Cristo no se ceñirá la espada mundana y difícilmente se creará una expresión visible. Su batalla, en comparación con la de los antiguos caballeros, será una batalla escondida, espiritualizada, en el mundo.
¿Cómo arrostra el hombre del servicio el descubrimiento del mundo y la revolución? Esta es la pregunta fundamental de los grandes poetas cristianos de hoy. Claudel la ha formulado en Le Soulier de Satin y en L’Otage; Bloy en su Columbus, Gertrud von Le Fort en la Letzten am Schafott y en Kranz der Engel, Bernanos en sus escritos políticos y en Dialogues des Carmélites. La situación actual es, para todos estos poetas, trasparente a la segunda exigencia: la totalidad exterior del mundo se convierte en el presupuesto de la conciencia íntima del mundo, la apertura del espíritu al todo...
Este mismo horizonte es el que se extiende detrás de la obra de Reinhold Schneider, con la misma posición de la pregunta y la misma solución. “Sólo en la totalidad del mundo, en la responsabilidad por todos, la conciencia llamada a gobernar se puede orientar...: ésta deber llevar la impronta de la conciencia del mundo de Jesucristo. Esta conciencia del mundo llega a gobernar sólo cuando late en un hombre noble como vida de su vida, vigilia de su espíritu, corazón de su corazón”. En el soneto Die Menschheit, se propone la necesidad de escoger permitir que la conciencia y el saber lleguen a ser universales, de renunciar a la multitud de batallas particulares, para aferrar la misión del mundo, teniendo la mirada en el todo. Y en el soneto Das Abendland, la validez de Occidente se hace depender de la reconducción de sus valores a la cruz, que gobierna esencialmente el mundo entero y exige a Occidente ponerse al servicio del mundo.
Esta llamada la entenderá sólo el núcleo originario de Occidente: la caballería, que ha prevalecido entre los más altos motivos y figuras de su poesía: en Dante, en Camoens, en Calderón y Corneille, en lo mejor de Shakespeare y en las pocas cumbres de la poesía alemana que alcanzan esta esfera. “Aquí brillan los grandes motivos de la poesía occidental, que en el fondo son todos una herencia de las cruzadas: lo caballeresco, y una potente tendencia a la anchura, hacia la totalidad el mundo, hacia la vida eterna y el honor eterno”...
En el fondo, la única tragedia del catolicismo de hoy, que no puede entender nadie que no sea católico, y, desgraciadamente, tampoco todos los católicos, es ésta: que el mundo acoge y exige de los habitantes del mundo una forma que ya no parece compatible con la forma del servicio y con el espíritu de la representación*, que el hombre católico por este hecho queda violentamente dividido en representante de una tradición irrecuperable, de una forma histórica que ya no vive, y en el testigo de un espíritu vivo, que, sin embargo, no tiene ya un espacio para vivir y siempre más necesariamente se convierte en mártir en el sentido fuerte del que testimonio con su sangre.
Reinhold Schneider sabe bien que el espíritu no basta, que muy pronto se desvanece cuando no tiene una corporeidad histórica. Y de este modo, finalmente nada ayuda tanto como mirar de nuevo esa forma que estuvo en el origen de la historia del Occidente cristiano, la forma en la que se produjo la gran renuncia monárquica y eclesial y en que la energía de la renuncia fue transformada en misión hacia el mundo real. En ningún lugar del mundo moderno, fuera de Occidente, puede todavía ser esperado y educado el espíritu de la caballería, que transforma el mundo.
Sin duda, el nuevo caballero de Cristo no se ceñirá la espada mundana y difícilmente se creará una expresión visible. Su batalla, en comparación con la de los antiguos caballeros, será una batalla escondida, espiritualizada, en el mundo. Sin embargo, él se distinguirá del mundo no sólo por el espíritu, sino por la forma, porque la Iglesia católica es visible, y las formas de sus estados de vida lo son también. Sólo así será construida para el nuevo caballero la cruz entre la Iglesia y el mundo en toda su dureza, precisamente la cruz que Reinhold Schneider ha visto y ante la cual el hombre de poca fe dice: “imposible”.
* “Forma del servicio y espíritu de representación”: expresiones con las que Balthasar caracteriza la caballería cristiana, que concibe la existencia como servicio a los demás y como representación, en el sentido de hacerse cargo, del bien eterno de los demás. El caballero sirve a los demás y los representa ante el mundo y ante Dios.