25 de abril de 2021
1376 • AÑO XXIX

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Mensaje en la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones

San José: el sueño de la vocación

El Papa Francisco redactó este mensaje durante la Solemnidad de San José de cara a la celebración de la 58 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. El Esposo de la Virgen María es puesto en su Año Jubilar como modelo de toda vocación por su disponibilidad, amor y don de sí mismo desde la discreción.

San José no impactaba, tampoco poseía carismas particulares ni aparecía importante a la vista de los demás. No era famoso y tampoco se hacía notar, los evangelios no recogen ni una sola palabra suya. Sin embargo, con su vida ordinaria, realizó algo extraordinario a los ojos de Dios.

Dios ve el corazón (cf. 1 Sam 16, 7) y en san José reconoció un corazón de padre, capaz de dar y generar vida en lo cotidiano. Las vocaciones tienden a esto: a generar y regenerar la vida cada día. El Señor quiere forjar corazones de padres, corazones de madres; corazones abiertos, capaces de grandes impulsos, generosos en la entrega, compasivos en el consuelo de la angustia y firmes en el fortalecimiento de la esperanza. Esto es lo que el sacerdocio y la vida consagrada necesitan, especialmente hoy, en tiempos marcados por la fragilidad y los sufrimientos causados también por la pandemia, que ha suscitado incertidumbre y miedo sobre el futuro y el mismo sentido de la vida. San José viene a nuestro encuentro con su mansedumbre, como santo de la puerta de al lado; al mismo tiempo, su fuerte testimonio puede orientarnos en el camino.

La vocación, como la vida, solo madura por medio de la fidelidad de cada día.

San José nos sugiere tres palabras clave para nuestra vocación. La primera es sueño. Todos en la vida sueñan con realizarse. Y es correcto que tengamos grandes expectativas, metas altas antes que objetivos efímeros —como el éxito, el dinero y la diversión—, que no son capaces de satisfacernos. De hecho, si pidiéramos a la gente que expresara en una sola palabra el sueño de su vida, no sería difícil imaginar la respuesta: “amor”. Es el amor el que da sentido a la vida, porque revela su misterio. La vida, en efecto, solo se tiene si se da, solo se posee verdaderamente si se entrega plenamente. San José tiene mucho que decirnos a este respecto porque, a través de los sueños que Dios le inspiró, hizo de su existencia un don.

Los evangelios narran cuatro sueños (cf. Mt 1, 20; 2, 13.19.22). Eran llamadas divinas, pero no fueron fáciles de acoger. Después de cada sueño, José tuvo que cambiar sus planes y arriesgarse, sacrificando sus propios proyectos para secundar los proyectos misteriosos de Dios. Él confió totalmente. Pero podemos preguntarnos: “¿Qué era un sueño nocturno para depositar en él tanta confianza?”. Aunque en la antigüedad se le prestaba mucha atención, seguía siendo poco ante la realidad concreta de la vida. A pesar de todo, san José se dejó guiar por los sueños sin vacilar. ¿Por qué? Porque su corazón estaba orientado hacia Dios, ya estaba predispuesto hacia Él. A su vigilante “oído interno” solo le era suficiente una pequeña señal para reconocer su voz. Esto también se aplica a nuestras llamadas. A Dios no le gusta revelarse de forma espectacular, forzando nuestra libertad. Él nos da a conocer sus planes con suavidad, no nos deslumbra con visiones impactantes, sino que se dirige a nuestra interioridad delicadamente, acercándose íntimamente a nosotros y hablándonos por medio de nuestros pensamientos y sentimientos. Y así, como hizo con san José, nos propone metas altas y sorprendentes.

(…) Me gusta pensar entonces en san José, el custodio de Jesús y de la Iglesia, como custodio de las vocaciones. Su atención en la vigilancia procede, en efecto, de su disponibilidad para servir. “Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre” (Mt 2, 14), dice el Evangelio, señalando su premura y dedicación a la familia. No perdió tiempo en analizar lo que no funcionaba bien, para no quitárselo a quien tenía a su cargo. Este cuidado atento y solícito es el signo de una vocación realizada, es el testimonio de una vida tocada por el amor de Dios. ¡Qué hermoso ejemplo de vida cristiana damos cuando no perseguimos obstinadamente nuestras propias ambiciones y no nos dejamos paralizar por nuestras nostalgias, sino que nos ocupamos de lo que el Señor nos confía por medio de la Iglesia! Así, Dios derrama sobre nosotros su Espíritu, su creatividad; y hace maravillas, como en José. Además de la llamada de Dios —que cumple nuestros sueños más grandes— y de nuestra respuesta —que se concreta en el servicio disponible y el cuidado atento—, hay un tercer aspecto que atraviesa la vida de san José y la vocación cristiana, marcando el ritmo de lo cotidiano: la fidelidad. José es el “hombre justo” (Mt 1, 19), que en el silencio laborioso de cada día persevera en su adhesión a Dios y a sus planes. En un momento especialmente difícil se pone a “considerar todas las cosas” (cf. v. 20). Medita, reflexiona, no se deja dominar por la prisa, no cede a la tentación de tomar decisiones precipitadas, no sigue sus instintos y no vive sin perspectivas. Cultiva todo con paciencia. Sabe que la existencia se construye solo con la continua adhesión a las grandes opciones. Esto corresponde a la laboriosidad serena y constante con la que desempeñó el humilde oficio de carpintero (cf. Mt 13, 55), por el que no inspiró las crónicas de la época, sino la vida cotidiana de todo padre, de todo trabajador y de todo cristiano a lo largo de los siglos. Porque la vocación, como la vida, solo madura por medio de la fidelidad de cada día.

A Dios no le gusta revelarse de forma espectacular, forzando nuestra libertad. Él nos da a conocer sus planes con suavidad, se dirige a nuestra interioridad delicadamente, acercándose íntimamente a nosotros y hablándonos por medio de nuestros pensamientos y sentimientos.

¿Cómo se alimenta esta fidelidad? A la luz de la fidelidad de Dios. Las primeras palabras que san José escuchó en sueños fueron una invitación a no tener miedo, porque Dios es fiel a sus promesas: “José, hijo de David, no temas” (Mt 1, 20). No temas: son las palabras que el Señor te dirige también a ti, querida hermana, y a ti, querido hermano, cuando, aun en medio de incertidumbres y vacilaciones, sientes que ya no puedes postergar el deseo de entregarle tu vida. Son las palabras que te repite cuando, allí donde te encuentres, quizás en medio de pruebas e incomprensiones, luchas cada día por cumplir su voluntad. Son las palabras que redescubres cuando, a lo largo del camino de la llamada, vuelves a tu primer amor. Son las palabras que, como un estribillo, acompañan a quien dice sí a Dios con su vida como san José, en la fidelidad de cada día. Esta fidelidad es el secreto de la alegría. En la casa de Nazaret, dice un himno litúrgico, había “una alegría límpida”. Era la alegría cotidiana y transparente de la sencillez, la alegría que siente quien custodia lo que es importante: la cercanía fiel a Dios y al prójimo. ¡Qué hermoso sería si la misma atmósfera sencilla y radiante, sobria y esperanzadora, impregnara nuestros seminarios, nuestros institutos religiosos, nuestras casas parroquiales! Es la alegría que deseo para ustedes, hermanos y hermanas que generosamente han hecho de Dios el sueño de sus vidas, para servirlo en los hermanos y en las hermanas que les han sido confiados, mediante una fidelidad que es ya en sí misma un testimonio, en una época marcada por opciones pasajeras y emociones que se desvanecen sin dejar alegría. Que san José, custodio de las vocaciones, los acompañe con corazón de padre.

Roma, San Juan de Letrán,
19 de marzo de 2021,
Solemnidad de San José