14 de marzo 2021
1370 • AÑO XXIX

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Visita del Papa a Irak

 Peregrino de paz en la tierra de Abrahán

Entre el 5 y el 8 de marzo ha tenido lugar la visita apostólica del Papa Francisco a Irak. Nos detenemos en los momentos más importantes de esta visita en la que el Santo Padre ha abogado por la paz y la reconciliación, rezando en Mosul por las víctimas de la guerra. Por su interés, incluimos además el informe de Ayuda a la Iglesia necesitada sobre los cristianos en Irak.

La historia reciente de guerra y violencia del país iraquí ha llevado al Sumo Pontífice a realizar este viaje apostólico como un "penitente" y "peregrino" que trabaja por la paz.

A su llegada a Bagdad, el Papa Francisco primero tuvo un encuentro con las autoridades políticas del país, en donde empezó su discurso de reconciliación y de llamada a la paz en una región dividida en multitud de conflictos de todo tipo, sin olvidar el papel de la comunidad internacional y de las autoridades religiosas.

Tras reunirse con ese pequeño resto de la Iglesia católica en Irak, el Santo Padre se ha reunido con representantes de las autoridades religiosas, empezando por el Gran Ayatolá Sayyid Ali Al-Husein Al-Sistani y visitando la llanura del Ur, en donde recordó que todos somos hijos de la llamada de Abrahán y estamos llamados al amor de Dios sirviendo al prójimo. 

El Santo Padre concluyó su visita pasando por las ciudades de Erbil, Mosul y Qaraqosh, conocidas por haber sido un lugar de gran persecución contra los cristianos, que en su mayoría han muerto o emigrado a causa de la violencia. Tras esta visita se espera abrir un nuevo capítulo para el destino de los cristianos y de toda la región de Mesopotamia.

 

“Las diferencias deben cooperar armónicamente en la vida civil”

Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático en el Palacio Presidencial de Bagdad.

Agradezco la oportunidad de realizar esta Visita, tan esperada y deseada, a la República de Irak; de poder venir a esta tierra, cuna de la civilización que está estrechamente ligada —por medio del Patriarca Abrahán y numerosos profetas— a la historia de la salvación y a las grandes tradiciones religiosas del judaísmo, del cristianismo y del islam. Expreso mi gratitud al señor Presidente Salih por la invitación y por las amables palabras de bienvenida, que me ha dirigido también en nombre de las otras Autoridades y de su amado pueblo. Asimismo, saludo a los miembros del Cuerpo diplomático y a los Representantes de la sociedad civil.

(…) En las últimas décadas, Irak ha sufrido los desastres de las guerras, el flagelo del terrorismo y conflictos sectarios basados a menudo en un fundamentalismo que no puede aceptar la pacífica convivencia de varios grupos étnicos y religiosos, de ideas y culturas diversas. Todo esto ha traído muerte, destrucción, ruinas todavía visibles, y no sólo a nivel material: los daños son aún más profundos si se piensa en las heridas del corazón de muchas personas y comunidades, que necesitarán años para sanar. Y aquí, entre tantos que han sufrido, no puedo dejar de recordar a los yazidíes, víctimas inocentes de una barbarie insensata y deshumana, perseguidos y asesinados a causa de sus creencias religiosas, cuya propia identidad y supervivencia se han puesto en peligro. Por lo tanto, sólo si logramos mirarnos entre nosotros, con nuestras diferencias, como miembros de la misma familia humana, podremos comenzar un proceso efectivo de reconstrucción y dejar a las generaciones futuras un mundo mejor, más justo y más humano. A este respecto, la diversidad religiosa, cultural y étnica que ha caracterizado a la sociedad iraquí por milenios, es un recurso valioso para aprovechar, no un obstáculo a eliminar. Hoy, Irak está llamado a mostrar a todos, especialmente en Oriente Medio, que las diferencias, más que dar lugar a conflictos, deben cooperar armónicamente en la vida civil.

Después de una crisis no basta reconstruir, es necesario hacerlo bien, de modo que todos puedan tener una vida digna. De una crisis no se sale iguales que antes: se sale mejores o peores.

(…) Pienso en quienes, a causa de la violencia, de la persecución y del terrorismo han perdido familiares y seres queridos, casa y bienes esenciales. Pero también pienso en toda la gente que lucha cada día buscando seguridad y medios para seguir adelante, mientras que aumenta la desocupación y la pobreza. El “sabernos responsables de la fragilidad de los demás” (Carta enc. Fratelli tutti, 115) debería inspirar todo esfuerzo por crear oportunidades concretas tanto en el ámbito económico y en el ámbito de la educación, como también en el cuidado de la creación, nuestra casa común. Después de una crisis no basta reconstruir, es necesario hacerlo bien, de modo que todos puedan tener una vida digna. De una crisis no se sale iguales que antes: se sale mejores o peores.

Como responsables políticos y diplomáticos, ustedes están llamados a promover este espíritu de solidaridad fraterna. Es necesario combatir la plaga de la corrupción, los abusos de poder y la ilegalidad, pero no es suficiente. Se necesita al mismo tiempo edificar la justicia, que crezca la honestidad y la transparencia, y que se refuercen las instituciones competentes. De ese modo puede crecer la estabilidad y desarrollarse una política sana, capaz de ofrecer a todos, especialmente a los jóvenes —tan numerosos en este país—, la esperanza de un futuro mejor.

Señor Presidente, distinguidas Autoridades, queridos amigos: Vengo como penitente que pide perdón al Cielo y a los hermanos por tantas destrucciones y crueldad. Vengo como peregrino de paz, en nombre de Cristo, Príncipe de la Paz. ¡Cuánto hemos rezado en estos años por la paz en Irak! San Juan Pablo II no escatimó iniciativas, y sobre todo ofreció oraciones y sufrimientos por esto. Y Dios escucha, escucha siempre. Depende de nosotros que lo escuchemos a Él y caminemos por sus sendas. Que callen las armas, que se evite su proliferación, aquí y en todas partes. Que cesen los intereses particulares, esos intereses externos que son indiferentes a la población local. Que se dé voz a los constructores, a los artesanos de la paz, a los pequeños, a los pobres, a la gente sencilla, que quiere vivir, trabajar y rezar en paz. No más violencia, extremismos, facciones, intolerancias; que se dé espacio a todos los ciudadanos que quieren construir juntos este país, desde el diálogo, desde la discusión franca y sincera, constructiva; a quienes se comprometen por la reconciliación y están dispuestos a dejar de lado, por el bien común, los propios intereses. En estos años, Irak ha tratado de poner las bases para una sociedad democrática. A este respecto, es indispensable asegurar la participación de todos los grupos políticos, sociales y religiosos, y garantizar los derechos fundamentales de todos los ciudadanos. Que ninguno sea considerado ciudadano de segunda clase. Aliento los pasos que se han dado hasta el momento en este proceso y espero que consoliden la serenidad y la concordia.

También la comunidad internacional tiene un rol decisivo que desempeñar en la promoción de la paz en esta tierra y en todo el Oriente Medio. Como hemos visto durante el largo conflicto en la vecina nación de Siria —de cuyo inicio se cumplen en estos días ya diez años—, los desafíos interpelan cada vez más a toda la familia humana. Estos requieren una cooperación a escala global para poder afrontar también las desigualdades económicas y las tensiones regionales que ponen en peligro la estabilidad de estas tierras. Agradezco a los Estados y a las Organizaciones internacionales que están trabajando en Irak por la reconstrucción y para brindar asistencia a los refugiados, a los desplazados internos y a quienes tienen dificultades para regresar a sus propias casas, facilitando en el país comida, agua, viviendas, atención médica y de salud, como también programas orientados a la reconciliación y a la construcción de la paz. Y aquí no puedo dejar de recordar los numerosos organismos, entre ellos muchos católicos, que desde hace años asisten con gran esfuerzo a las poblaciones civiles. (…)

“Les agradezco haber permanecido cercanos a su pueblo”

Encuentro con obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas en la Catedral católica de de Nuestra Señora de la Salvación en Bagdad.

Los abrazo a todos con paternal afecto. Doy gracias al Señor que en su providencia nos ha permitido hoy este encuentro. Agradezco a Su Beatitud el Patriarca Ignace Youssif Younan y a Su Beatitud el Cardenal Louis Sako por las palabras de bienvenida. Nos hemos reunido en esta Catedral de Nuestra Señora de la Salvación, bendecidos por la sangre de nuestros hermanos y hermanas que aquí han pagado el precio extremo de su fidelidad al Señor y a su Iglesia. Que el recuerdo de su sacrificio nos inspire para renovar nuestra confianza en la fuerza de la Cruz y de su mensaje salvífico de perdón, reconciliación y resurrección. El cristiano, en efecto, está llamado a testimoniar el amor de Cristo en todas partes y en cualquier momento. Este es el Evangelio que proclamar y encarnar también en este amado país.

Como obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y responsables laicos, todos ustedes comparten las alegrías y los sufrimientos, las esperanzas y las angustias de los fieles de Cristo. Las necesidades del pueblo de Dios y los arduos desafíos pastorales que afrontan cotidianamente se han agravado en este tiempo de pandemia. A pesar de todo, lo que nunca se tiene que detener o reducir es nuestro celo apostólico, que ustedes toman de raíces muy antiguas, de la presencia ininterrumpida de la Iglesia en estas tierras desde los primeros tiempos (cf. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Medio Oriente, 5). Sabemos qué fácil es contagiarnos del virus del desaliento que a menudo parece difundirse a nuestro alrededor. Sin embargo, el Señor nos ha dado una vacuna eficaz contra este terrible virus, que es la esperanza. La esperanza que nace de la oración perseverante y de la fidelidad cotidiana a nuestro apostolado. Con esta vacuna podemos seguir adelante con energía siempre nueva, para compartir la alegría del Evangelio, como discípulos misioneros y signos vivos de la presencia del Reino de Dios, Reino de santidad, de justicia y de paz.(…)

Las dificultades forman parte de la experiencia cotidiana de los fieles iraquíes. En las últimas décadas, ustedes y sus conciudadanos han tenido que afrontar las consecuencias de la guerra y de las persecuciones, la fragilidad de las infraestructuras básicas y la lucha continua por la seguridad económica y personal, que a menudo ha llevado a desplazamientos internos y a la migración de muchos, también de cristianos, hacia otras partes del mundo. Les agradezco, hermanos obispos y sacerdotes, por haber permanecido cercanos a su pueblo —¡cercanos a su pueblo!—, sosteniéndolo, esforzándose por satisfacer las necesidades de la gente y ayudando a cada uno a desempeñar su función al servicio del bien común. El apostolado educativo y el caritativo de sus Iglesias particulares representan un valioso recurso para la vida tanto de la comunidad eclesial como de la sociedad en su conjunto. Los animo a perseverar en este compromiso, para garantizar que la Comunidad católica en Irak, aunque sea pequeña como un grano de mostaza (cf. Mt 13,31-32), siga enriqueciendo el camino de todo el país.

Que vuestro testimonio, madurado en la adversidad y fortalecido por la sangre de los mártires, sea una luz que resplandezca en Irak y más allá, para anunciar la grandeza del Señor y hacer exultar el espíritu de este pueblo en Dios nuestro Salvador.

El amor de Cristo nos pide que dejemos de lado todo tipo de egocentrismo y rivalidad; nos impulsa a la comunión universal y nos llama a formar una comunidad de hermanos y hermanas que se acogen y se cuidan unos a otros (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 95-96). Pienso en la familiar imagen de una alfombra. Las diferentes Iglesias presentes en Irak, cada una con su ancestral patrimonio histórico, litúrgico y espiritual, son como muchos hilos particulares de colores que, trenzados juntos, componen una alfombra única y bellísima, que no sólo atestigua nuestra fraternidad, sino que remite también a su fuente. Porque Dios mismo es el artista que ha ideado esta alfombra, que la teje con paciencia y la remienda con cuidado, queriendo que estemos entre nosotros siempre bien unidos, como sus hijos e hijas. Que esté siempre en nuestro corazón la exhortación de san Ignacio de Antioquía: “Que nada haya en vosotros que pueda dividiros, […] sino que, reunidos en común, haya una sola oración, una sola esperanza en la caridad y en la santa alegría” (Ad Magnesios, 6-7: PL 5, 667). Qué importante es este testimonio de unión fraterna en un mundo a menudo fragmentado y desgarrado por nuestras divisiones. Todo esfuerzo que se realice para construir puentes entre la comunidad y las instituciones eclesiales, parroquiales y diocesanas servirá como gesto profético de la Iglesia en Irak y como respuesta fecunda a la oración de Jesús para que todos sean uno (cf. Jn 17,21; Ecclesia in Medio Oriente, 37).

Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y catequistas comparten, si bien de diversas maneras, la responsabilidad de llevar adelante la misión de la Iglesia. En ocasiones pueden surgir incomprensiones y podemos experimentar tensiones; son los nudos que dificultan el tejido de la fraternidad. Son nudos que llevamos dentro de nosotros; por lo demás, somos todos pecadores. Pero estos nudos pueden ser desatados por la Gracia, por un amor más grande; se pueden soltar por el perdón y el diálogo fraterno, llevando pacientemente los unos las cargas de los otros (cf. Gal 6,2) y fortaleciéndose mutuamente en los momentos de prueba y dificultad.

Ahora quisiera dirigir una palabra especial a mis hermanos obispos. Me agrada pensar en nuestro ministerio episcopal en términos de cercanía, es decir, nuestra necesidad de permanecer con Dios en la oración, junto a los fieles confiados a nuestro cuidado y a nuestros sacerdotes. Sean particularmente cercanos a sus sacerdotes. Que no los vean como administradores o directores, sino como a padres, preocupados por el bien de sus hijos, dispuestos a ofrecerles apoyo y ánimo con el corazón abierto. Acompáñenlos con su oración, con su tiempo, con su paciencia, valorando su trabajo e impulsando su crecimiento. De este modo serán para sus sacerdotes signo visible de Jesús, el Buen Pastor que conoce sus ovejas y da la vida por ellas (cf. Jn 10,14-15).

Quisiera volver ahora a nuestros hermanos y hermanas que murieron en el atentado terrorista en esta Catedral hace diez años y cuya beatificación está en proceso. Su muerte nos recuerda con fuerza que la incitación a la guerra, las actitudes de odio, la violencia y el derramamiento de sangre son incompatibles con las enseñanzas religiosas (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 285). Y quiero también recordar a todas las víctimas de la violencia y las persecuciones, pertenecientes a cualquier comunidad religiosa. Mañana, en Ur, encontraré a los líderes de las tradiciones religiosas presentes en este país, para proclamar una vez más nuestra convicción de que la religión debe servir a la causa de la paz y de la unidad entre todos los hijos de Dios. Esta tarde quiero agradecerles su compromiso de ser constructores de paz, en el seno de sus comunidades y con los creyentes de otras tradiciones religiosas, esparciendo semillas de reconciliación y de convivencia fraterna que pueden llevar a un renacer de la esperanza para todos.

Pienso particularmente en los jóvenes. En todas partes son portadores de promesa y de esperanza, y sobre todo en este país. De hecho, aquí no hay solamente un patrimonio arqueológico inestimable, sino una riqueza incalculable para el porvenir: ¡son los jóvenes! Son vuestro tesoro y hay que cuidarlo, alimentando sus sueños, acompañándolos en el camino y reforzando su esperanza. Aunque jóvenes, ciertamente, su paciencia ya ha sido puesta a prueba duramente por los conflictos de estos años. Pero recordemos que ellos —junto con los ancianos— son la punta del diamante del país, los mejores frutos del árbol. Depende de nosotros, de nosotros, cultivarlos para el bien e infundirles esperanza.

Hermanos y hermanas: Por el bautismo y la confirmación, por la ordenación o la profesión religiosa, ustedes fueron consagrados al Señor y enviados para ser discípulos misioneros en esta tierra tan estrechamente ligada a la historia de la salvación. Dando testimonio fielmente de las promesas de Dios, que nunca dejan de cumplirse, y buscando construir un nuevo futuro son parte de esa historia. Que vuestro testimonio, madurado en la adversidad y fortalecido por la sangre de los mártires, sea una luz que resplandezca en Irak y más allá, para anunciar la grandeza del Señor y hacer exultar el espíritu de este pueblo en Dios nuestro Salvador (cf. Lc 1,46-47).

“El camino que el Cielo indica es el camino de la paz”

Encuentro Interreligioso del Santo Padre en la Llanura del Ur del sábado 6 de marzo de 2021.

Este lugar bendito nos remite a los orígenes, a las fuentes de la obra de Dios, al nacimiento de nuestras religiones. Aquí, donde vivió nuestro padre Abrahán, nos parece que volvemos a casa. Él escuchó aquí la llamada de Dios, desde aquí partió para un viaje que iba a cambiar la historia. Nosotros somos el fruto de esa llamada y de ese viaje. Dios le pidió a Abrahán que mirara el cielo y contara las estrellas (cf. Gen 15,5). En esas estrellas vio la promesa de su descendencia, nos vio a nosotros. Y hoy nosotros, judíos, cristianos y musulmanes, junto con los hermanos y las hermanas de otras religiones, honramos al padre Abrahán del mismo modo que él: miramos al cielo y caminamos en la tierra.

Contemplando el mismo cielo después de milenios, aparecen las mismas estrellas. Estas iluminan las noches más oscuras porque brillan juntas. El cielo nos da así un mensaje de unidad: el Altísimo que está por encima de nosotros nos invita a no separarnos nunca del hermano que está junto a nosotros. El más allá de Dios nos remite al más acá del hermano. Pero si queremos mantener la fraternidad, no podemos perder de vista el Cielo. Nosotros, descendencia de Abrahán y representantes de distintas religiones, sentimos que tenemos sobre todo la función de ayudar a nuestros hermanos y hermanas a elevar la mirada y la oración al Cielo. Todos lo necesitamos, porque no nos bastamos a nosotros mismos. El hombre no es omnipotente, por sí solo no puede hacer nada. Y si elimina a Dios, acaba adorando a las cosas mundanas. Pero los bienes del mundo, que hacen que muchos se olviden de Dios y de los demás, no son el motivo de nuestro viaje en la tierra. Alzamos los ojos al Cielo para elevarnos de la bajeza de la vanidad; servimos a Dios para salir de la esclavitud del yo, porque Dios nos impulsa a amar. La verdadera religiosidad es adorar a Dios y amar al prójimo. En el mundo de hoy, que a menudo olvida al Altísimo y propone una imagen suya distorsionada, los creyentes están llamados a testimoniar su bondad, a mostrar su paternidad mediante la fraternidad.

Desde este lugar que es fuente de fe, desde la tierra de nuestro padre Abrahán, afirmamos que Dios es misericordioso y que la ofensa más blasfema es profanar su nombre odiando al hermano. Hostilidad, extremismo y violencia no nacen de un espíritu religioso; son traiciones a la religión. Y nosotros creyentes no podemos callar cuando el terrorismo abusa de la religión. Es más, nos corresponde a nosotros resolver con claridad los malentendidos. No permitamos que la luz del Cielo se ofusque con las nubes del odio. Sobre este país se cernieron las nubes oscuras del terrorismo, de la guerra y de la violencia. Todas las comunidades étnicas y religiosas sufrieron. Quisiera recordar en particular a la comunidad yazidí, que ha llorado la muerte de muchos hombres y ha visto a miles de mujeres, jóvenes y niños raptados, vendidos como esclavos y sometidos a violencias físicas y a conversiones forzadas. Hoy rezamos por todos los que han padecido semejantes sufrimientos y por los que todavía se encuentran desaparecidos y secuestrados, para que pronto regresen a sus hogares. Y rezamos para que en todas partes se respete la libertad de conciencia y la libertad religiosa; que son derechos fundamentales, porque hacen al hombre libre de contemplar el Cielo para el que ha sido creado.

Aquí, donde vivió nuestro padre Abrahán, nos parece que volvemos a casa. Él escuchó aquí la llamada de Dios, desde aquí partió para un viaje que iba a cambiar la historia. Nosotros somos el fruto de esa llamada y de ese viaje.

El terrorismo, cuando invadió el norte de este querido país, destruyó de manera brutal parte de su maravilloso patrimonio religioso, incluyendo iglesias, monasterios y lugares de culto de diversas comunidades. Sin embargo, incluso en ese momento oscuro brillaron las estrellas. Pienso en los jóvenes voluntarios musulmanes de Mosul, que ayudaron a reconstruir iglesias y monasterios, construyendo amistades fraternas sobre los escombros del odio, y a cristianos y musulmanes que hoy restauran juntos mezquitas e iglesias. El profesor Ali Thajeel también nos ha contado sobre el regreso de peregrinos a esta ciudad. Es importante peregrinar hacia los lugares sagrados, es el signo más hermoso de la nostalgia del Cielo en la tierra. Por eso, amar y proteger los lugares sagrados es una necesidad existencial, recordando a nuestro padre Abrahán, que en diversos sitios levantó hacia el cielo altares al Señor (cf. Gen 12,7.8; 13,18; 22,9). Que el gran patriarca nos ayude a convertir los lugares sagrados de cada uno en oasis de paz y de encuentro para todos. Él, por su fidelidad a Dios, llegó a ser bendición para todas las familias de la tierra (cf. Gen 12,3). Que nuestra presencia aquí, siguiendo sus huellas, sea signo de bendición y esperanza para Irak, para Oriente Medio y para el mundo entero. El cielo no se ha cansado de la tierra, Dios ama a cada pueblo, a cada una de sus hijas y a cada uno de sus hijos. No nos cansemos nunca de mirar al cielo, de contemplar estas estrellas, las mismas que, en su época, miró nuestro padre Abrahán.

Los ojos fijos en el cielo no distrajeron a Abrahán, sino que lo animaron a caminar en la tierra, a comenzar un viaje que, por medio de su descendencia, iba a alcanzar todos los siglos y latitudes. Pero todo comenzó aquí, a partir del momento en que el Señor “lo hizo salir de Ur” (cf. Gen15,7). El suyo fue, por tanto, un camino en salida que comportó sacrificios; tuvo que dejar tierra, casa y parientes. Pero, renunciando a su familia, se convirtió en padre de una familia de pueblos. También a nosotros nos sucede algo parecido. En el camino, estamos llamados a dejar esos vínculos y apegos que, encerrándonos en nuestros grupos, nos impiden que acojamos el amor infinito de Dios y que veamos hermanos en los demás. Sí, necesitamos salir de nosotros mismos, porque nos necesitamos unos a otros. La pandemia nos ha hecho comprender que “nadie se salva solo” (Carta enc. Fratelli tutti, 54). Aun así, la tentación de distanciarnos de los demás siempre vuelve. Entonces “el “sálvese quien pueda” se traducirá rápidamente en el “todos contra todos”, y eso será peor que una pandemia” (ibíd., 36). En las tempestades que estamos atravesando no nos salvará el aislamiento, no nos salvará la carrera para reforzar los armamentos y para construir muros, al contrario, nos hará cada vez más distantes e irritados. No nos salvará la idolatría del dinero, que encierra a la gente en sí misma y provoca abismos de desigualdad que hunden a la humanidad. No nos salvará el consumismo, que anestesia la mente y paraliza el corazón.

El camino que el Cielo indica a nuestro recorrido es otro, es el camino de la paz. Este requiere, sobre todo en la tempestad, que rememos juntos en la misma dirección. No es digno que, mientras todos estamos sufriendo por la crisis pandémica, y especialmente aquí donde los conflictos han causado tanta miseria, alguno piense ávidamente en su beneficio personal. No habrá paz sin compartir y acoger, sin una justicia que asegure equidad y promoción para todos, comenzando por los más débiles. No habrá paz sin pueblos que tiendan la mano a otros pueblos. No habrá paz mientras los demás sean ellos y no parte de un nosotros. No habrá paz mientras las alianzas sean contra alguno, porque las alianzas de unos contra otros sólo aumentan las divisiones. La paz no exige vencedores ni vencidos, sino hermanos y hermanas que, a pesar de las incomprensiones y las heridas del pasado, se encaminan del conflicto a la unidad. Pidámoslo en la oración para todo Oriente Medio, pienso en particular en la vecina y martirizada Siria.

El patriarca Abrahán, que hoy nos congrega en la unidad, fue profeta del Altísimo. Una profecía antigua dice que los pueblos “de las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas” (Is 2,4). Esta profecía no se ha cumplido, al contrario, espadas y lanzas se han convertido en misiles y bombas. ¿Dónde puede comenzar el camino de la paz? En la renuncia a tener enemigos. Quien tiene la valentía de mirar a las estrellas, quien cree en Dios, no tiene enemigos que combatir. Sólo tiene un enemigo que afrontar, que está llamando a la puerta del corazón para entrar: es la enemistad. Mientras algunos buscan más tener enemigos que ser amigos, mientras tantos buscan el propio beneficio en detrimento de los demás, el que mira las estrellas de las promesas, el que sigue los caminos de Dios no puede estar en contra de nadie, sino en favor de todos. No puede justificar ninguna forma de imposición, opresión o prevaricación, no puede actuar de manera agresiva.

Queridos amigos, ¿todo esto es posible? El padre Abrahán, que supo esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18), nos anima. En la historia, hemos perseguido con frecuencia metas demasiado terrenas y hemos caminado cada uno por cuenta propia, pero con la ayuda de Dios podemos cambiar para mejor. Depende de nosotros, humanidad de hoy, y sobre todo de nosotros, creyentes de cada religión, transformar los instrumentos de odio en instrumentos de paz. Nos toca a nosotros exhortar con fuerza a los responsables de las naciones para que la creciente proliferación de armas ceda el paso a la distribución de alimentos para todos. Nos corresponde a nosotros acallar los reproches mutuos para dar voz al grito de los oprimidos y de los descartados del planeta; demasiados carecen de pan, medicinas, educación, derechos y dignidad. De nosotros depende que salgan a la luz las turbias maniobras que giran alrededor del dinero y pedir con fuerza que este no sirva siempre y sólo para alimentar las ambiciones sin freno de unos pocos. A nosotros nos corresponde proteger la casa común de nuestras intenciones depredadoras. Nos toca a nosotros recordarle al mundo que la vida humana vale por lo que es y no por lo que tiene, y que la vida de los niños por nacer, ancianos, migrantes, hombres y mujeres de todo color y nacionalidad siempre son sagradas y cuentan como las de todos los demás. Nos corresponde a nosotros tener la valentía de levantar los ojos y mirar a las estrellas, las estrellas que vio nuestro padre Abrahán, las estrellas de la promesa.

Los datos de los cristianos perseguidos de Irak

Con motivo de la visita del Santo Padre de este mes de marzo a la región iraquí, la organización Ayuda a la Iglesia Necesitada ha publicado un informe sobre el estado de los cristianos perseguidos en la zona, que desde hace años son una minoría.

INFORME DE AIN 

Los datos que arroja el informe hablan por sí solos. Asolados por las guerras, la mentalidad religiosa, la violencia de extremismos de grupos como el ISIS y el rechazo de sus derechos políticos, los cristianos de países de Oriente Medio han sufrido una gran emigración en los últimos años. 

En Irak estos cristianos están asentados sobre todo en el norte del país, la mayoría de confesión católica caldea, junto con la greco-melquita, la armenia, la siriaco-católica y la latina. Su situación viene agravándose desde 2014 cuando empezaron a producirse ataques terroristas generalizados contra ellos. Se habla de un total de más de 1.000 mártires cristianos asesinados, dentro del total de más de 73.000 muertes causadas por el grupo terroristas hasta 2017. 

El informe relata datos sobre la destrucción del patrimonio cristiano, especialmente afectado en la llanura del Nínive y del estado actual de las familias desplazadas con deseo de retorno a su tierra. 

Con esperanza, la organización Ayuda a la Iglesia Necesitada también arroja datos sobre la reconstrucción de la región.