7 de marzo de 2021
1369 • AÑO XXIX

INICIO - Textos

Raniero Cantalamessa

“¡Convertíos y creed en el Evangelio!”

El cardenal capuchino Raniero Cantalamessa comenzaba el tiempo Cuaresmal con esta meditación sobre la conversión cristiana. Ofrecemos un extracto de la última parte, en el que a tercera parte de la misma, en la que reflexiona sobre la importancia del fervor del Espíritu junto a la mortificación.

Somos herederos de una espiritualidad que concebía el camino de la perfección según las tres etapas clásicas: vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva. En otras palabras, hay que practicar durante mucho tiempo la renuncia y la mortificación antes de poder experimentar el fervor. Hay una gran sabiduría y una experiencia centenaria detrás de todo esto y ay del que crea que está superado. No, no está superado, pero no es la única manera que sigue la gracia de Dios.

Un esquema tan rígido denota un desplazamiento lento y progresivo del acento de la gracia al esfuerzo humano. Según el Nuevo Testamento hay una circularidad y una simultaneidad, de modo que, si es cierto que la mortificación es necesaria para alcanzar el fervor del Espíritu, también es cierto que el fervor del Espíritu es necesario para llegar a practicar la mortificación. Una ascesis emprendida sin un fuerte empuje inicial del Espíritu moriría de cansancio y no produciría nada más que “orgullo de la carne”. El Espíritu se nos da para poder mortificarnos, más que como recompensa por ser mortificados. “Si, con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis”, dice san Pablo (Rom 8,13).

Este segundo camino que va desde el fervor a la ascesis y a la práctica de las virtudes fue el camino que Jesús hizo seguir a sus apóstoles. (…) Los Padres de la Iglesia expresaron todo esto con la imagen evocadora de la “sobria ebriedad”. Lo que empujó a muchos de ellos a tomar este tema, ya desarrollado por Filón de Alejandría, fueron las palabras de Pablo a los Efesios: “No os emborrachéis con vino, lo cual conduce al desenfreno, sino llenaos del Espíritu, conversando unos a otros con salmos, cantos, cantos espirituales, cantando y diciendo himnos al Señor con todo vuestro corazón” (Ef 5,18-19).

A partir de Orígenes, son incontables los textos de los Padres que ilustran este tema, ya sea jugando con la analogía, ya con el contraste entre la ebriedad material y la ebriedad espiritual. Aquellos que, en Pentecostés, confundieron a los apóstoles con borrachos tenían razón —escribe san Cirilo de Jerusalén—; solo se equivocaban al atribuir tal ebriedad al vino ordinario, mientras que se trataba del “vino nuevo”, exprimido de la “vid verdadera” que es Cristo; los apóstoles estaban, sí, ebrios, pero de esa sobria ebriedad que da muerte al pecado y da vida al corazón.

Si ha realizado perfectamente toda la ascesis y todas las virtudes, pero no se ha realizado, por la gracia, en el altar de su corazón, todo este proceso ascético es incompleto y casi vano.

Una vida cristiana llena de esfuerzos ascéticos y mortificación, pero sin el toque vivificante del Espíritu, se parecería —decía un padre antiguo— a una Misa en la que se leyeran muchas lecturas, se realizaran todos los ritos y se trajeran muchas ofrendas, pero en la que no tuviera lugar la consagración de especies por parte del sacerdote. Todo seguiría siendo lo que era antes, pan y vino.

“Así” —concluía aquel Padre— es también para el cristiano. Si él también ha realizado perfectamente el ayuno y la vigilia, la salmodia y toda la ascesis y todas las virtudes, pero no se ha realizado, por la gracia, en el altar de su corazón, la operación mística del Espíritu, todo este proceso ascético es incompleto y casi vano, porque no tiene el júbilo del Espíritu operando místicamente en el corazón”.

¿Cuáles son los “lugares” donde el Espíritu actúa hoy de esta manera pentecostal? Escuchemos la voz de san Ambrosio, que fue el cantor por excelencia, entre los Padres latinos, de la sobria ebriedad del Espíritu. Después de recordar los dos “lugares” clásicos en los que beber el Espíritu —la Eucaristía y las Escrituras— alude a una tercera posibilidad. Dice:

“También hay otra ebriedad que está operando a través de la lluvia penetrante del Espíritu Santo. Así, en los Hechos de los Apóstoles, los que hablaban en diferentes idiomas se aparecieron a los oyentes como si estuvieran llenos de vino”.

Después de recordar los medios “ordinarios”, san Ambrosio, con estas palabras, alude a un medio diferente, “extraordinario”, en el sentido de que no está fijado de antemano, no es algo instituido. Consiste en revivir la experiencia que los apóstoles tuvieron el día de Pentecostés. Ambrosio ciertamente no tenía la intención de señalar esta tercera posibilidad, para decir a los oyentes que estaba prohibida para ellos, al estar reservado sólo para los apóstoles y la primera generación de cristianos. Por el contrario, tiene la intención de estimular a sus fieles para que experimenten esa “lluvia penetrante del Espíritu” que tuvo lugar en Pentecostés. Esto es lo que san Juan XXIII se proponía con el Concilio Vaticano II: un “nuevo Pentecostés” para la Iglesia.

Es apropiado decirnos lo que Agustín repetía, casi con desdén, a sí mismo al escuchar historias de hombres y mujeres que, en su tiempo, dejaban el mundo para dedicarse a Dios: “Si isti et istae, cur non ego?”. Si estos y estas, ¿por qué no yo también?

Por lo tanto, también existe para nosotros la posibilidad de beber el Espíritu por este nuevo camino, dependiendo únicamente de la iniciativa soberana y libre de Dios. Una de las formas en que se manifiesta en nuestros días esta forma de actuar del Espíritu fuera de los canales institucionales de la gracia, es el llamado Bautismo en el Espíritu. Lo menciono aquí sin ninguna intención de proselitismo, sólo para responder a la exhortación que el Papa Francisco dirige a menudo a los seguidores de la Renovación Carismática Católica a compartir con todo el pueblo de Dios esta “corriente de gracia” que se experimenta en el Bautismo del Espíritu.

La expresión “Bautismo en el Espíritu” proviene de Jesús mismo. Refiriéndose al próximo Pentecostés, antes de ascender al cielo, dijo a sus apóstoles: “Juan bautizó con agua pero vosotros, en no muchos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo” (Hch 1,5). Se trata de un rito que no tiene nada de esotérico, sino que está hecho más bien de gestos de gran sencillez, calma y alegría, acompañados por actitudes de humildad, arrepentimiento, disposición para hacerse niños.

Es una renovación y actualización no sólo del Bautismo y de la Confirmación, sino de toda la vida cristiana: para los casados, del sacramento del matrimonio, para los sacerdotes, de su ordenación, para las personas consagradas, de su profesión religiosa. El interesado se prepara allí, además de mediante una buena confesión, participando en encuentros de catequesis en los que es puesto en contacto vivo y gozoso con las principales verdades y realidades de la fe: el amor de Dios, el pecado, la salvación, la vida nueva, la transformación en Cristo, los carismas, los frutos del Espíritu. El fruto más frecuente e importante es el descubrimiento de lo que significa tener “una relación personal” con Jesús resucitado y vivo. En la comprensión católica, el Bautismo en el Espíritu no es un punto de llegada, sino un punto de partida hacia la madurez cristiana y el compromiso eclesial. (...).

El “Bautismo en el Espíritu” ha demostrado ser un medio sencillo y poderoso para renovar la vida de millones de creyentes en casi todas las Iglesias cristianas. No se cuentan las personas que sólo eran cristianas de nombre y, gracias a esa experiencia, se han convertido en cristianos de hecho, dedicados a la oración de alabanza y a los sacramentos, activos en la evangelización y dispuestos a asumir tareas pastorales en la parroquia. ¡Una verdadera conversión de la tibieza al fervor! Es apropiado decirnos lo que Agustín repetía, casi con desdén, a sí mismo al escuchar historias de hombres y mujeres que, en su tiempo, dejaban el mundo para dedicarse a Dios: “Si isti et istae, cur non ego?”. Si estos y estas, ¿por qué no yo también?

Pidamos a la Madre de Dios que nos obtenga la gracia que obtuvo del Hijo en Caná de Galilea. Por su oración, en aquella ocasión, el agua se convirtió en vino. Pidamos que a través de su intercesión el agua de nuestra tibieza se convierta en el vino de un fervor renovado. El vino que en Pentecostés provocó en los Apóstoles la sobria ebriedad del Espíritu y los hizo “fervientes en el Espíritu”.