01 de diciembre de 2019
1307 • AÑO XXVIII

INICIO - Textos

María y la Iglesia

“¡Oh, si rasgaras los cielos y bajaras!” 

Adviento es el tiempo de la Virgen. En este texto, Henri de Lubac compara a la Virgen con la Iglesia. Igual que Cristo bajó al seno de la Virgen, ha bajado y habita en la Iglesia. “Ella es, al igual que la Virgen, el Sacramento de Jesucristo”.

El Verbo de Dios ha rasgado los cielos. Ha bajado al seno de una Virgen, y una virgen lo guarda todavía en su seno. Este Tabernáculo de Dios entre los hombres, hoy es la Iglesia. Ave, Sion, in qua Deus habitavit, homo factus! ( "Ave, Sion/Iglesia, en la que Dios, hecho hombre, habitó"). “¡Admiremos este gran misterio! El Hijo de Dios ha pasado todo entero, en toda su integridad, del corazón del Padre al seno de María, y del seno de María al regazo de la Iglesia. Tal como está en el Padre, está también en María; y tal como está en María, así también está en la unidad de la Iglesia... Así los cielos han destilado la misericordia, así nos ha sido transfundido, así se encuentra derramado todo entero por doquiera. Aquél sin el cual todo es nada… El, que es nuestro Dios y nuestro Rey, se ha encerrado sustancialmente en el seno de una virgen, porque «El ha obrado la salud en medio de la tierra», de esta tierra de la que está escrito que no había nadie que la trabajara» (Ps 73; Gn 2). Y está también en medio de la lglesia, según lo que dice el salmista (Ps 43):

“El Altísimo ha santificado su Tabernáculo: está en medio de él y no será conmovido”. Haec est arca continens manna delicatum, haec sanct/ sacrarium Spiritus sacratum! ("Este es el arca que contiene el delicado maná, el sagrario del Espíritu Santo"). Ni los pueblos que no han escuchado la Palabra, ni los que la han rechazado, ni los incrédulos, ni los mundanos, ni los políticos, ni los especialistas de la sociología, ni los místicos solitarios la conocen. Ni nosotros que somos sus hijos; nosotros que incluso hablamos en su nombre. En todas partes chocamos en el mundo con el desconocimiento de su misterio. Nunca hemos logrado acabar de disipar los menosprecios que lo cubren, ni de hacer entrever un rayo suyo. Y también nos es necesario corregir los puntos de vista que la carne y la sangre nos inspiran respecto de él. No nos basta con tratar de profundizar en él. Se impone un incesante esfuerzo de purificación en nuestra misma fidelidad y en nuestro amor, en nuestro celo por defender y por extender la Iglesia.

Y nada nos podría ayudar mejor en esta empresa que al contemplar a la Virgen María.

En solemne ocasión en que proclamó su triunfo, consagrando el fervor de una piedad popular que suscita recelos entre algunos celadores de Dios Altísimo, el Soberano Pontífice afirmó: “El gran provecho que el género humano reportará de esta definición (de la Asunción) es que ella lo orientará hacia la gloria de la Santísima Trinidad”.

Soli deo gloria. Todo lo proclama en María. Su santidad es enteramente teologal. Es la perfección de la fe, de la esperanza y de la caridad. Ella realiza cumplidamente “la religión de los Pobres”. La esclava del Señor se oculta ante Aquél que ha reparado en su pequeñez. Ella admira su poder. Ella celebra su misericordia y su fidelidad. Ella se alegra sólo en El. Ella es su gloria. Toda la misión maternal que ejerce con nosotros consiste en llevarnos a El.

Tal es María. Tal es también la lglesia nuestra madre: la perfecta adoradora. En esto consiste el punto supremo de la analogía que hay entre ambas. Es que, tanto en una como en otra, obra el mismo Espíritu. Pero al paso que en María esta perfección, humilde y sublime a un tiempo, brilla con un resplandor muy puro, en nosotros, que apenas hemos sido influenciados por este Espíritu, encuentra dificultades para brotar. La lglesia maternal nunca ha terminado de engendrarnos a la vida del Espíritu. Y el mayor peligro para esta Iglesia que constituimos nosotros, la tentación más pérfida, la que siempre renace, insidiosamente, cuando todas las demás han sido vencidas y cobra nuevo vigor con estas mismas victorias, es la que Don Vonier llama “la mundanidad espiritual”. Entendemos por esto, decía él, “aquello que prácticamente se presenta como un desprendimiento de la otra mundanidad, pero cuyo ideal moral, y aun espiritual, sería, en lugar de la gloria del Señor, el hombre y su perfeccionamiento. La mundanidad espiritual no es otra cosa que una actitud radicalmente antropocéntrica. Esta actitud sería imperdonable, en el caso -que vamos a suponer posible de un hombre que estuviera dotado de todas ¡as perfecciones espirituales, pero que no le condujeran a Dios”.

Si esta mundanidad espiritual invadiera la Iglesia y trabajara por corromperla atacándola en su mismo principio, seña infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral. Peor aún que aquella lepra infame que, en ciertos momentos de la historia, desfiguró tan cruelmente a la Esposa bienamada, cuando la Religión parecía instalar el escándalo “en el mismo santuario y, representada, por un papa libertino, ocultaba la faz de Jesucristo bajo piedras preciosas, afeites y espías”.

Ninguno de nosotros está al abrigo de un mal semejante. Un humanismo sutil, enemigo del Dios Viviente -y, en secreto, no menos enemigo del hombre-, puede insinuarse en nosotros por mil subterfugios. Nunca se ha enderezado definitivamente en nosotros la curvitas original. Siempre es posible el “pecado contra el Espíritu”. Pero ninguno de nosotros constituye la misma Iglesia.

Ninguna de nuestras tradiciones puede entregar al enemigo la Ciudad que el mismo Señor se cuida de guardar. “El Magnificat no se dijo una sola vez en el jardín de Hebrón, sino que ha sido puesto para todos los siglos en los labios de la Iglesia”, donde conserva toda su fuerza. Lo mismo que la Virgen María, la Iglesia sigue de edad en edad ensalzando al Señor, “volcando sobre nuestras tinieblas la luz de Dios”. La idea de la alabanza divina está perpetuamente asociada a su nombre. A pesar de nuestras resistencias, el Espíritu de Cristo no cesa de animarla, porque ella es en verdad el Cuerpo de Cristo. Ella es la Casa de Dios. edificada sobre la cima de las montañas. más alta que todas las colinas, y todas las naciones vendrán a ella y dirán: « ¡Gloria a Tu, Señor!». Aún hoy día. a pesar de nuestras opacidades. ella es, al igual que la Virgen, el Sacramento de Jesucristo. Ninguna de nuestras infidelidades la impide ser “la gloria de Dios” y “la Esclava del Señor”.

Henri de Lubac
Meditaciones sobre la Iglesia
Publicado en la revista Primer Día (Diócesis de Córdoba),
diciembre 2002