01 de diciembre de 2019
1307 • AÑO XXVIII

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Misión en América Latina 

La misión es un corazón que habla a otro corazón

El responsable del movimiento en América Latina lleva diez años viajando por todo el mundo latino, desde la frontera estadounidense hasta Tierra de Fuego. Solo está en casa diez días al mes, pero afirma que “mi tarea es ante todo contemplativa”

Ser misionero no es un rol, no pertenezco a un cuerpo especial de intervención misionera. Es lo natural en el hombre, que un corazón hable a otro corazón. La misión es un corazón que habla a otro corazón, no un funcionario que habla a personas que no saben de Cristo. Basta el corazón.

El padre José de Anchieta, el fundador de Sao Paulo, fue un español, canario, que llegó a estas tierras tullido, parecía que venía aquí a pasar sus últimos días, pero aquí se recuperó y tuvo una vida que dio un fruto enorme. Su casa era la capilla, la escuela, el comedor, todo… y él tenía puesto en la puerta: “entra corazón, aquí está tu amor”, en tupí: “Pyápe Peiké Aé Peçauçuba”. Una frase preciosa que me acompaña siempre. Otro ejemplo es san Roque González, del que solo se conserva el corazón, a pesar de que quemaron su cuerpo. Hasta tal punto el corazón es indestructible. Solo hace falta un corazón encontrado por Cristo, que es lo que sucede en el bautismo. Lo normal no es que haya personas que, como yo, se dediquen específicamente a la misión sino que sea lo natural en cualquier persona.

Desde hace diez años vivo en mi casa diez días al mes, viajo continuamente por todo el mundo latino, desde la frontera de Estados Unidos hasta Tierra Fuego, y si lo hago es por la invasión cósmica con que Cristo ha entrado en mi corazón, solo le respondo a Él y vivo. Con eso basta para dar testimonio, no hacen falta grandes discursos.

Dios suscitó en mí la vocación del mundo, desde pequeño he notado en mi interior el deseo de mirar siempre lejos, no contentarme nunca con un recinto cerrado y pequeño, siempre me gustó lo que estaba lejos de casa, de los horizontes del lugar donde nací. Nunca he tenido miedo de perder familia o amigos porque Dios me impulsaba al mundo sin darme esa nostalgia de lo que dejo, que veo que a otra gente que sale de misión sí le pasa, pero a mí no, para mí eso no es ningún sacrificio; sé que es excepcional y le doy gracias a Dios, porque es evidente que eso viene de Él, Dios lo puso así en mi naturaleza y yo me lo he encontrado ahí puesto.


De ese impulso nació mi vocación a la Fraternidad misionera de san Carlos Borromeo. Desde el primer momento lo vi como un más, no como una audacia aventurera, sino como una gracia para que yo pudiera conocer más el rostro de Cristo de esta manera. Así que dije sí, me puse disponible a Cristo y luego otros me han ido indicando dónde podía ser más útil. Pero lo más fascinante de la misión es que sirve para conocer más el rostro de Cristo. Me doy cuenta de que lo que estoy haciendo no es una tarea activa, aunque aparentemente lo pueda parecer. En cambio, la sensación que domina en mí es que mi tarea es ante todo contemplativa.

Siempre me siento en casa, da igual donde esté. En algunos sitios estoy menos de un día, pero gracias a la educación que hemos recibido en el movimiento de Comunión y Liberación he entendido que basta un instante. El instante tiene un valor cósmico. Por eso da igual el tiempo que esté en un lugar ni con quién vaya a estar, a veces es alguien que no conozco pero siempre voy sabiendo que cualquiera es potencialmente mi amigo, porque es alguien que me acoge y me recibe como Cristo.

Esta tarea es un don, un regalo que Dios me ha hecho y sería irracional quejarme por ello, sobre todo en un momento en que la gente que tiene mil relaciones de amistad las tiene por internet, y yo tengo el privilegio de poder decir que las tengo reales, de tú a tú, con una potencia que evidentemente solo el Misterio puede generar. Por eso, de la misión que vivo, el primer sorprendido siempre soy yo.

Con esta conciencia de mirar lejos, uno puede ser misionero en cualquier parte del mundo. Yo que no paro de viajar –aunque todavía hay muchos sitios a los que no he ido–, pero también un hospital o una oficina, por ejemplo, pueden ser lugares de misión. Yo conozco a muchos laicos que son misioneros allí donde están, que provocan una auténtica revolución en su trabajo, gente revolucionaria sin necesidad de ir más lejos de su lugar de trabajo. Veo sin necesidad de ningún tipo de programa para que la gente se convierta. El Misterio tiene toda la potencia necesaria para actuar entre cuatro paredes, solo necesita un corazón.

Hace poco, conocí a una mujer que vino a pedir el Bautismo por el impacto que había supuesto en ella ver la pasión con que vive una compañera suya del trabajo. Le fascinaba tanto que no le bastaba la relación con ella, ¡lo quería para sí misma, y por eso pidió el Bautismo! Al ver a su compañera, surgió en ella inmediatamente la intuición de que ahí había algo más de lo que ella veía. Algo parecido me sucedió en un viaje a Córdoba (Argentina). Fui con una familia al cementerio a rezar por sus difuntos y había por allí un gaucho que lo vio. Al acabar se me acercó y me dijo: “a mí nadie me ha enseñado a rezar, pero siento nostalgia de ello, como si me hubieran privado de una riqueza que yo deseo y que acabo de ver”. Aquellas palabras no se me van de la cabeza, porque hay palabras que si no se dicen se pierde la vida, y él las dijo. Aquel hombre no había podido decir Tú a Dios porque nunca se lo habían enseñado, pero tenía una nostalgia brutal y enseguida lo reconoció. Porque rezar de verdad significa decir Tú, en este caso a un desconocido al que siempre había querido conocer.

Sin el gusto por la vida es muy difícil tener el gusto por la fe, y viceversa, son dos cosas que van muy juntas y que yo diría que es lo único que necesitamos para responder al llamamiento misionero del Papa. El dualismo entre el gusto de vivir y el gusto de la fe lo ha destruido Cristo. Y lo ha hecho gratis. Cuando nos hemos encontrado con Él, nosotros no hemos hecho nada, y por tanto no hay que hacer nada: solo adherirnos a Él y buscarlo siempre. Si existe algún tipo de contribución que los cristianos podamos ofrecer es la de contagiar este gusto por la vida y por la fe.


Esto va en contra de cualquier intento de proselitismo. Con este gusto, con esta pasión, uno se encuentra con el otro acumulando siempre riqueza, como me pasó con aquel gaucho. Y entonces uno se encuentra con cualquiera sin ningún miedo, porque todo está por ganar. Me siento un afortunado viendo que el viento sopla fuerte pero yo no tengo que dedicarme a guardar velas sino al contrario, porque no es ninguna amenaza, sino que tengo la suerte de poder vivir con más tensión ante este Misterio que lucha por darse a conocer y que para ello se sirve incluso de los inconvenientes, dificultades y hostilidades que nos crea el mundo, pero a veces también nosotros mismos.


Quiero destacar lo que supone para la misión el encuentro con los pobres, por ejemplo en Haití o en Sao Paulo, con los moradores de rua. Es un mundo fascinante lo que se esconde tras los que menos tienen. Ellos son el lugar donde la Iglesia reconoce que es más y mejor alimentada. El diálogo con ellos es una gran riqueza porque son profetas. Profetas muy heridos, que en muchos casos han cometido delitos y, a lo mejor, en la cárcel el encuentro con otros les devuelve su humanidad. Los descartados, como los llama Francisco, son una riqueza enorme y yo tengo la suerte de toparme con muchos de ellos, y con muchos de los que se dedican a acompañarlos, porque la Iglesia está muy presente en lugares muy discretos.


Son profetas porque cuando los ves es imposible no pensar en Cristo, que siendo Dios quiso asumir un rostro así, como el de ellos: alguien que parecía menos. Renunció a su potencia precisamente para darse a conocer. Por eso la Iglesia no puede estar lejos de ellos, porque entonces perderíamos nuestro mayor tesoro, nos perderíamos en miedos ridículos. Estando con ellos se te quita el miedo.

Julián de la Morena
Publicado en https://espanol.clonline.org/
30 de octubre de 2019