3 de octubre de 2021
1390 • AÑO XXVIII

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La condición de los ancianos después de la pandemia

La vejez: nuestro futuro

La Pontifica Academia para la Vida analiza la situación actual y las necesidades en el cuidado de las personas mayores, especialmente después del Covid-19, en el documento: "La Vejez: nuestro futuro. La condición de los ancianos después de la pandemia".

UNA LECCIÓN PARA APRENDER
Ahora es el momento de “animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad”. Así es como el Papa Francisco se expresó en su oración del 27 de marzo de 2020 en una plaza de San Pedro vacía después de recordarnos que: “Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables…”.

La Pontificia Academia para la Vida, de común acuerdo con el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, se ha sentido interpelada a intervenir con una reflexión sobre las lecciones que deben aprenderse de la tragedia de la pandemia, sus consecuencias para el presente y el futuro próximo de nuestras sociedades. En esta perspectiva se pueden leer también los documentos publicados por la Academia: “Pandemia y Fraternidad universal” y “Humana Communitas" en la era de la pandemia. Consideraciones intempestivas sobre el renacimiento de la vida”.

La pandemia ha puesto de manifiesto una doble conciencia, por un lado, la interdependencia entre todos y por otro la presencia de fuertes desigualdades. Todos estamos a merced de la misma tormenta, pero en un cierto sentido, se puede decir, que remamos en barcos diferentes, los más frágiles se están hundiendo cada día. Es esencial repensar el modelo de desarrollo de todo el planeta. Todos los ámbitos están siendo desafiados: la política, la economía, la sociedad, las organizaciones religiosas, para lanzar un nuevo orden social que ponga en el centro el bien común de los pueblos. Ya no hay nada “privado” que no ponga en juego la forma “pública” de toda la comunidad. El amor por el “bien común” no es una fijación cristiana: su coyuntura concreta, ahora, se ha convertido en una cuestión de vida o muerte, para una convivencia a la altura de la dignidad de cada miembro de la comunidad. Sin embargo, para los creyentes, la fraternidad solidaria es una pasión evangélica: abre los horizontes a un origen más profundo y a un destino más elevado.

Los ancianos, efectivamente, han estado entre los más afectados por la pandemia. El número de muertos entre las personas mayores de 65 años es impresionante.

En este difícil contexto destaca la última Encíclica del Papa Francisco, Fratelli Tutti, que providencialmente traza el horizonte en el que situarse para delinear esa “proximidad” al mundo de los ancianos que hasta ahora ha sido a menudo “descartado” por la atención pública. Los ancianos, efectivamente, han estado entre los más afectados por la pandemia. El número de muertos entre las personas mayores de 65 años es impresionante. El Papa Francisco no deja de señalar esto: “Vimos lo que sucedió con las personas mayores en algunos lugares del mundo a causa del coronavirus. No tenían que morir así. Pero en realidad algo semejante ya había ocurrido a causa de olas de calor y en otras circunstancias: han sido cruelmente descartados. No advertimos que aislar a los ancianos y abandonarlos a cargo de otros sin un adecuado y cercano acompañamiento de la familia, mutila y empobrece a la misma familia. Además, termina privando a los jóvenes de ese necesario contacto con sus raíces y con una sabiduría que la juventud por sí sola no puede alcanzar”.

El documento que el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida publicó el 7 de abril de 2020, unas semanas después del comienzo del confinamiento en algunos países europeos, se centra en la difícil situación de los ancianos e identifica la soledad y el aislamiento como una de las principales razones por las que el virus está golpeando tan duramente a esta generación. En el texto se afirmaba que “una particular atención merecen aquellos que viven en las estructuras residenciales: escuchamos cada día noticias terribles sobre las condiciones en que se encuentran, y ya son miles de personas que han perdido la vida. La concentración en el mismo lugar de tantas personas frágiles y la dificultad de obtener los instrumentos de protección, han creado situaciones dificilísimas de gestionar no obstante la abnegación y, en algunos casos, el sacrificio del personal dedicado a su asistencia”.

LA COVID-19 Y LOS ANCIANOS
Durante la primera oleada de la pandemia una proporción considerable de las muertes de COVID-19 ocurrieron en instituciones para ancianos, lugares que se suponía debían proteger a la “parte más frágil de la sociedad”, y en los que se han registrado muchísimas más muertes en comparación con el hogar y ambiente familiar. El jefe de la Oficina europea de la Organización Mundial de la Salud declaró que en primavera de 2020 la mitad de las muertes por coronavirus en la región se produjeron en residencias de ancianos: una “tragedia inimaginable”, comentó. De los cálculos de los datos comparados se revela que la “familia”, en iguales condiciones, ha protegido mucho más a los ancianos.

La institucionalización de los ancianos, especialmente de los más vulnerables y solitarios, propuesta como única solución posible para atenderlos, en muchos contextos sociales revela una falta de atención y sensibilidad hacia los más débiles. Sería necesario, más bien, emplear medios y financiamientos para garantizar la mejor atención posible a quienes más la necesitan, en un ambiente más familiar. Este enfoque es una clara manifestación de lo que el Papa Francisco ha llamado la cultura del descarte.  Los riesgos vinculados a la edad como la soledad, desorientación, perdida de la memoria, de la identidad y decadencia cognitiva, pueden manifestarse en estos contextos con mayor facilidad, mientras que la vocación de estas instituciones debería ser el acompañamiento familiar, social y espiritual del anciano en el pleno respeto de su dignidad, en un camino a menudo marcado por el sufrimiento.

Ya en los años en que fue Arzobispo de Buenos Aires, el Papa Francisco subrayaba que “la eliminación de los ancianos de la vida de la familia y de la sociedad representa la expresión de un proceso perverso en el que no existe ya la gratuidad, la generosidad, esa riqueza de sentimientos que hacen que la vida no sea sólo un dar y recibir, es decir, un mercado...Eliminar a los ancianos es una maldición que esta sociedad nuestra se inflige a menudo a sí misma”.

Por lo tanto, conviene más que nunca comenzar una reflexión cuidadosa, clarividente y honesta sobre cómo la sociedad contemporánea debería “acercarse” a la población de edad avanzada, especialmente allí donde sea más débil. Así mismo, lo que ha sucedido durante la pandemia de COVID-19 nos impide resolver la cuestión de la atención a los ancianos con la búsqueda de chivos expiatorios, de culpables individuales y, por otro lado, de levantar un coro en defensa de los excelentes resultados de los que evitaron el contagio en las residencias. Necesitamos una nueva visión, un nuevo paradigma que permita a la sociedad cuidar de los ancianos.

La bendición de una larga vida
La exigencia de una nueva y seria reflexión, capaz de implicar a la sociedad en todos sus niveles, se impone al constatar los grandes cambios demográficos a los que todos asistimos.

Bajo el perfil estadístico-sociológico, los hombres y las mujeres tienen en general, hoy en día, una más larga esperanza de vida. Relacionada con este fenómeno se constata una drástica reducción de la mortalidad infantil. En muchos países del mundo, esto ha llevado a la coexistencia de hasta cuatro generaciones (...)

Esta gran transformación demográfica representa, efectivamente, un gran desafío cultural, antropológico y económico. Los datos nos dicen que la población anciana crece más rápidamente en las zonas urbanas que en las rurales, y que es precisamente en las ciudades donde están las mayores concentraciones de ancianos. El fenómeno indica, junto a otros factores, un impacto significativo, a saber, la diferencia en los riesgos de mortalidad, que tienden a ser menores en las zonas urbanas que en las rurales. Contrariamente a lo que podría sugerir una visión estereotipada, a nivel mundial las ciudades son lugares en los que, en promedio, la gente vive más. Los ancianos, por lo tanto, son numerosos, por ello es esencial hacer las ciudades habitables para ellos. Según datos de la Organización Mundial de la Salud, en 2050 en el mundo habrá dos mil millones de personas mayores de sesenta años, es decir, una de cada cinco será anciana. Así pues, es esencial hacer que nuestras ciudades sean lugares inclusivos y acogedores para la vida de los ancianos y, en general, para la fragilidad en todas sus expresiones.

UN NUEVO MODELO DE CUIDADO Y ASISTENCIA
PARA LOS ANCIANOS MÁS FRÁGILES
En el plano cultural y en el plano de la conciencia civil y cristiana, es oportuno realizar un profundo replanteamiento de los modelos de asistencia para los ancianos.

Aprender a “honrar” a los ancianos es crucial para el futuro de nuestras sociedades y, en última instancia, para nuestro propio futuro. “Hay un mandamiento muy bello en las Tablas de la Ley, bello porque corresponde a la verdad, capaz de generar una profunda reflexión sobre el sentido de nuestras vidas: “honra a tu padre y a tu madre”. Honor en hebreo significa “peso”, valor; honrar significa reconocer el valor de una presencia: la de aquellos que nos han generado a la vida y a la fe. [...] La realización de una vida plena y de sociedades más justas para las nuevas generaciones depende del reconocimiento de la presencia y de la riqueza que constituyen para nosotros los abuelos y los ancianos, en todos los contextos y lugares geográficos del mundo. Y este reconocimiento tiene su corolario en el respeto, que es tal si se expresa en la acogida, la asistencia y la mejora de sus cualidades” y necesidades.

Para identificar nuevas perspectivas de vivienda y cuidado es necesario partir de una cuidadosa consideración de la persona, de su historia y de sus necesidades. 

Entre estas últimas, existe sin duda el deber de crear las mejores condiciones para que los ancianos puedan vivir esta fase particular de la vida, en la medida de lo posible, en un ambiente familiar, con sus amistades habituales. ¿Quién no querría seguir viviendo en su propia casa, rodeado de sus seres queridos, incluso cuando se vuelve frágil? La familia, el hogar, el propio entorno representan la elección más natural para cualquiera.

Por supuesto, no todo puede seguir siendo igual que cuando se era más joven; a veces se necesitan soluciones que hagan realizable el cuidado en el domicilio. Hay situaciones en las que la propia casa ya no es suficiente o adecuada. En estos casos es necesario no dejarse llevar por una “cultura del descarte”, que puede manifestarse en la pereza y en la falta de creatividad para buscar soluciones eficaces cuando la vejez también significa falta de autonomía. Poner a la persona, con sus necesidades y derechos, en el centro de la atención es una expresión de progreso, civilización y auténtica conciencia cristiana (...)

La persona, por lo tanto, debe estar en el centro de este nuevo paradigma de asistencia y cuidado de los ancianos más frágiles. Cada anciano es diferente del otro, no se puede pasar por alto la singularidad de cada historia: su biografía, su entorno de vida, sus relaciones presentes y pasadas. Para identificar nuevas perspectivas de vivienda y cuidado es necesario partir de una cuidadosa consideración de la persona, de su historia y de sus necesidades. La aplicación de este principio implica una intervención organizada a diferentes niveles, que realiza un continuum asistencial entre el propio hogar y algunos servicios externos, sin cesuras traumáticas, no aptas a la fragilidad del envejecimiento (...)

Las nuevas tecnologías y los avances de la telemedicina y la inteligencia artificial pueden ser de gran ayuda: si se utilizan y distribuyen bien, pueden crear, en torno a la casa de los ancianos, un sistema integrado de asistencia y cuidados capaz de hacer posible la permanencia en la propia casa o en la de los miembros de la familia. Una alianza cuidadosa y creativa entre las familias, el sistema sociosanitario, los voluntarios y todos los actores implicados puede evitar que una persona mayor tenga que abandonar su hogar. Por lo tanto, no se trata sólo de abrir instalaciones con unas pocas camas, o de proporcionar un jardín o un animador para el tiempo libre. Lo que se necesita, más bien, es una personalización de la intervención social y sanitaria. Esto podría ser una respuesta concreta a la invitación de la Unión Europea a promover nuevos modelos de atención a los ancianos.  Dentro de este horizonte, la vida independiente, la vida asistida, el alojamiento conjunto y todas aquellas experiencias inspiradas en el concepto-valor de la asistencia mutua que permiten a la persona mantener una vida autónoma, deben promoverse con creatividad e inteligencia.

Estas experiencias permiten vivir en un alojamiento privado, disfrutando al mismo tiempo de las ventajas de la vida en comunidad, gracias a un edificio equipado, un sistema de gestión de la vida cotidiana totalmente compartido y ciertos servicios asegurados como por ejemplo la enfermera del barrio. Inspiradas en el barrio tradicional, dichas experiencias, permiten contrarrestar muchas de las dificultades de la ciudad contemporánea: la soledad, los problemas económicos, la falta de vínculos afectivos, la simple necesidad de ayuda. Estas son las razones fundamentales de su éxito y su amplia difusión en todo el mundo. Existen diferentes definiciones y tipos de residencias hoy en día: las intergeneracionales, es decir, las que prevén la coexistencia de núcleos con grupos de edad diferentes pero predefinidos; las que acogen sólo a personas mayores, pero con características particulares o las destinadas sólo a mujeres; las que reúnen a familias jóvenes con niños y solteros; las que prevén la integración de operadores externos para algunos servicios de atención, y muchas otras. En algunos casos, también ha surgido la necesidad de ofrecer hospitalidad a personas ancianas anteriormente institucionalizadas que desean comenzar “una nueva vida” dejando el contexto que los ha acompañado durante años.

Estas fórmulas habitacionales y asistenciales requieren un profundo cambio de mentalidad y enfoque respecto a la persona anciana frágil, que sin embargo es todavía capaz de dar y compartir: una alianza entre generaciones que puede abrirse paso con fuerza en el tiempo de la debilidad.  

Vincenzo Plagia
Presidente

Mons. Renzo Pegoraro
Canciller

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