Nº 1389 • AÑO XXVIII
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La esperanza como respuesta en la modernidad
“La solidaridad, horizonte último de la persona”
Proponemos este escrito sobre la esperanza dentro de la modernidad. El autor Martín Colom sostiene que esta virtud teologal puede ser la clave del anuncio del Evangelio en el mundo actual. Un mundo moderno que se ha ido asentando sobre los presupuestos de “libertad, igualdad y fraternidad”, pero que ahora se ve afectado por la pérdida y el miedo.
El reto más urgente de nuestro tiempo consiste, seguramente, en superar de forma definitiva la modernidad: si esta representó la conquista de la libertad, hoy debemos ir más allá, para construir un mundo solidario.
La modernidad puede explicarse, en efecto, como un larguísimo proceso mediante el cual el ser humano tomó conciencia de la importancia de su libertad, y haciendo incontables sacrificios luchó con todos los medios a su alcance por conseguirla. Libertad, en primer lugar, de conciencia: Martín Lutero fue uno de los primeros en reclamarla, con valentía y clarividencia, y por ello podría ser celebrado como uno de los “padres” de la modernidad. Más allá de las cuestiones puramente teológicas, Lutero entendió que ninguna autoridad tenía derecho a ordenarle lo que debía creer, sentir o pensar. Su grito en contra del papado fue también un grito en contra de toda opresión institucional, de toda intromisión por parte de cualquier autoridad en el santuario de la conciencia; más tarde volveremos a él. Casi dos siglos más tarde, las revoluciones americana y francesa defendieron no solo la libertad de conciencia sino su resultado lógico, es decir, la libertad política de todo ciudadano, que reclamaba la abolición de los antiquísimos y anacrónicos derechos de la aristocracia: con ello establecieron las bases de las democracias modernas. Siguieron la durísima lucha por la abolición de la esclavitud (a los Estados Unidos les costó una cruenta guerra civil cuyas heridas todavía no están cerradas) y el combate por los derechos civiles de la mujer, arrinconada durante siglos por sociedades de corte patriarcal que solo con la modernidad empezaron a reconocer su igualdad y sus derechos. No hay ni que decir que esta historia, todavía incompleta, ha significado un avance formidable para el desarrollo humano.
Nuestro gran reto, sin embargo, es el de no quedarnos detenidos en la modernidad. Ello significaría, por decirlo así, “quedarnos en la libertad”. Quizá haya llegado el momento de sugerir que, por importante que sea, la libertad no es un fin en sí misma, sino que está al servicio de la solidaridad. La esperanza nos puede ayudar a dar este paso crucial.
“El gran reto de nuestro tiempo es abrir las puertas de la solidaridad. Y ahí se nos revela en toda su importancia el papel que tiene la esperanza, porque tal vez solo ella puede engendrar la solidaridad que necesitamos”
“Libertad, igualdad, fraternidad”: el célebre eslogan de la Revolución Francesa marcó desde finales del siglo XVII el desarrollo de las luchas políticas de Occidente y, con él, de la humanidad entera. La modernidad (acaso siguiendo lo que era un proceso lógico y natural) hizo suyos los dos primeros términos del eslogan, marginando hasta cierto punto el tercero. Quizá sea ahora el momento de reivindicar la fraternidad (hoy la llamamos solidaridad) si queremos enfrentarnos con éxito al desafío de la desigualdad en el mundo actual.
Los retos que nos plantea el subdesarrollo ético del siglo XXI nos obligan a repensar si no habría acaso una jerarquía olvidada entre los tres polos del lema de los revolucionarios franceses. Hoy estamos en condiciones de ver que, si la libertad y la igualdad no apuntan y se ponen al servicio de la fraternidad, de poco nos servirán.
Y así lo vemos desde una perspectiva netamente cristiana: el evangelio de Jesús reafirma tanto la libertad como la igualdad y la fraternidad, y cada una tiene pleno sentido desde el modo cristiano de entender la vida y la persona: Jesús es profeta de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, sin lugar a duda. Pero para él los tres valores no tienen la misma importancia: el evangelio propone que la libertad y la igualdad están al servicio de la fraternidad. Lo cual no deja de ser curioso, cuando históricamente ha sido justo la fraternidad la que menos peso tuvo, o a la que se dio menor importancia. Los grandes logros de la modernidad se han conseguido en defensa de la libertad (política, religiosa) y de la igualdad (de sexos, de razas, de clases sociales). La fraternidad ha quedado relegada a un papel secundario, quizá considerada por algunos como una aspiración menor, subsidiaria de las demás, incluso como un buen deseo sin el calado de las otras dos aspiraciones, que serían las esenciales.
Una libertad que olvide su función gestatoria de la fraternidad puede producir un individualismo salvaje y autorreferencial (que no tendrá nada de cristiano), como el individualismo indiferente a la desdicha ajena que tan buena salud exhibe en nuestro mundo globalizado”[1].
En todo caso, la lucha que no se preocupa por la fraternidad no es una lucha cristiana[2].
Resumiendo: el gran reto de nuestro tiempo es abrir las puertas de la solidaridad. Y ahí se nos revela en toda su importancia el papel que tiene la esperanza, porque tal vez solo ella puede engendrar la solidaridad que necesitamos.
Martín Colom
Del libro “Esperanza” de la Editorial San Pablo
[1] El Papa Francisco se ha referido numerosas veces a la “globalización de la indiferencia” que caracteriza las relaciones actuales entre Norte y Sur (ver, por ejemplo, Evangelii Gaudium, nº54)
[2] Ni tampoco auténticamente religiosa, si afirmamos con J. Melloni que toda experiencia verdaderamente religiosa (cristiana o no) “libera de la autorrefencia”. Ver J. MELLONI, Hacia un tiempo de síntesis. Fragmenta, Barcelona, 2011, 33.