27 de junio de 2021
1385 • AÑO XXIX

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Chesterton

Democracia e igualdad




La democracia no es filantropía; tampoco es altruismo o reforma social. La democracia no se funda en la compasión por el hombre común y corriente; la democracia se funda en la reverencia por el hombre común y corriente, o si se quiere, en el temor a él.

No defiende al hombre porque es miserable, sino porque es sublime. No se opone tanto a que el hombre ordinario sea esclavo sino a que no sea un rey, porque su sueño es siempre el de la república de Roma, una nación de reyes. La peor forma de esclavitud es la llamada cesarismo, o sea, la elección de un hombre destacado y brillante como déspota, porque es digno de ser seguido. Pues eso significa que los hombres escogen un representante, pero no porque los represente, sino porque no los representa. Los hombres confían en un hombre ordinario porque confían en sí mismos. Pero los hombres confían en un gran hombre porque desconfían de sí mismos. De ahí que la adoración de los grandes hombres aparece siempre en tiempos de debilidad y cobardía; no se oye hablar de grandes hombres sino porque todos los demás son pequeños.

Pero lo que verdaderamente se requiere para que la democracia funcione no es solamente el sistema democrático o la filosofía democrática, sino el modo de sentir democrático. Éste, como la mayor parte de las cosas elementales e indispensables, es una cosa difícil de describir en cualquier época. Pero es especialmente difícil describirla en nuestra época educada, por la simple razón de que es particularmente difícil encontrarla. Es una cierta actitud instintiva que siente que las cosas en las que todos los hombres están de acuerdo son indeciblemente importantes y que todas las cosas en las que difieren carecen casi del todo de importancia.

“Cada hombre debería conocer algo del sentimiento de un hombre que ha sufrido injusticia, no porque él mismo la haya sufrido, sino simplemente porque es un hombre”

El más eficaz acercamiento a ello en nuestra vida ordinaria sería la prontitud con la que consideraríamos sólo lo meramente común a todos los hombres si nos encontráramos ante un caso de emergencia o de muerte. Después de un cierto descubrimiento turbador, diríamos “hay un hombre muerto bajo el sofá”. No diríamos cosas como “hay un hombre considerablemente refinado muerto bajo el sofá”. Diríamos “una mujer ha caído al agua”, y no “una mujer, exquisitamente educada, ha caído al agua”. Nadie diría “hay señales de un clarividente hombre de ideas en el jardín de tu casa”, o “a menos que te des prisa y lo detengas, un hombre de finísimo oído musical habrá saltado la verja”. Pero este modo de sentir, que todos tenemos en relación con cosas como el nacimiento o la muerte, en algunas personas es algo natural y constante, y se extiende todos las ocasiones ordinarias y a los todos los lugares comunes. Este modo de sentir era natural en S. Francisco de Asís.

En nuestra época, estamos dispuestos ha declarar santo o profeta al hombre educado que va a las chabolas para dar amablemente a los no educados algún género de enseñanza. Pero la idea medieval de santo o de profeta era un poco diversa. El santo medieval era un hombre sin educación que iba a las casas de los ricos a dar amablemente a los educados algún género de enseñanza. Los antiguos tiranos eran suficientemente insolentes para despojar al pobre, pero no tenían insolencia suficiente para predicarle. Es una prueba suficiente de que no vivimos en un estado democrático el hecho de que siempre estamos preguntándonos qué hacer con los pobres. Si fuéramos demócratas, deberíamos preguntarnos por lo que los pobres pueden hacer con nosotros.

Cada hombre debería conocer algo del sentimiento de un hombre que ha sufrido injusticia, no porque él mismo la haya sufrido, sino simplemente porque es un hombre.