Nº 1368 • AÑO XXIX
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Carta del Abad General OCist para la Cuaresma 2021
Convertíos y viviréis
Si viviéramos la realidad de la vida con la conciencia de que en cada instante todo es creado y dado por Dios, reconoceríamos que la realidad es siempre un milagro, y viviríamos con asombro incluso los momentos de crisis, adorando a Dios, Creador y Padre, en todo. Así vivió Jesús cada momento de su vida terrenal.
Cuando, como ahora, la realidad está en crisis y revela su rostro dramático, nos damos cuenta de que ella nos pide más, que nos hace sentir con más fuerza su ruego, su necesidad de sentido. No es sólo la realidad de los tiempos de pandemia la que nos pide una respuesta. La realidad humana es siempre dramática, es siempre una petición insistente. (…)
Pero ¿cuál es la respuesta adecuada a toda esta petición de la realidad presente? En primer lugar, debemos admitir que la realidad nos pide mucho más de lo que nosotros podemos dar o ser. Nosotros no somos capaces de responder a la gran e insistente petición de la realidad. (…)
LA GRACIA DE LAS GRACIAS
El Papa Francisco termina su preciosa Carta Apostólica Patris corde, dedicada a San José, con una frase impactante: “No queda más que implorar a san José la gracia de las gracias: nuestra conversión” (§7). Nuestra conversión es una gracia, es más: la gracia de las gracias, porque nos abre a todos los dones que Dios quiere darnos, hasta el don de estar unidos para siempre a Él en la vida eterna. “Convertíos y viviréis” es la promesa que Dios hace al pueblo a través del profeta Ezequiel (18,32). Pero nuestra conversión no es sólo la gracia que debemos pedir: es también lo que Dios pide a nuestra libertad. De hecho, al comienzo de su vida pública, Jesús hace suya la petición que la realidad nos plantea, y nos revela así cuál es la respuesta que estamos llamados a dar: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15); “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos” (Mt 4,17). Si no queremos dejar sin respuesta a la realidad que nos interpela, si no queremos quedarnos pasiva y estérilmente ante la crisis global del tiempo presente, es importante que acojamos la gracia de la conversión como una respuesta a Cristo que nos permita responder a toda la realidad.
Convertirse significa volver a Aquél a quien pertenecemos.
Tomar en serio nuestra conversión es una enorme responsabilidad, porque Dios ha puesto misteriosamente en nuestra conversión la respuesta a la dramática petición del mundo entero. Toda la historia del monacato cristiano, desde San Antonio Abad hasta los santos monjes y monjas de hoy, como los beatos hermanos de Tibhirine, ha estado siempre movida por el deseo de abrazar la conversión como la respuesta que Cristo nos permite recibir y transmitir a la cuestión del sentido de toda la humanidad.
Tanto es así que San Benito lo convirtió en uno de los tres votos esenciales para vivir en un monasterio: el voto de conversatio morum, que quizá podría traducirse libremente como “un camino común de conversión de vida”, es decir, una vida que, 3 guiada por la obediencia en una estabilidad comunitaria, permite convertirse constantemente al Evangelio, siguiendo a Cristo el Señor (cf. RB 58,17).
MIEDO A LA CONVERSIÓN
Cuando Jesús explica por qué habla en parábolas, cita un pasaje de Isaías en el que la cerrazón de los que se oponen a la revelación de Dios en Cristo se revela como un “miedo a la conversión” (cf. Mt 13,15; Mc 4,12; Is 6,10). Incluso San Pablo, ante la resistencia de los judíos de Roma, citando las mismas palabras de Isaías, decide dar prioridad al anuncio del Evangelio a los paganos (cf. Hch 28,25-28). ¿De dónde viene este miedo a la conversión, literalmente a “volver” al Señor que nos salva y nos cura? Debemos reconocer que este miedo suele estar presente en cada uno de nosotros, y a veces bloquea el camino y la libertad de comunidades enteras. ¿Por qué tememos a la conversión? Quizá porque sólo pensamos en nosotros mismos y lo vivimos todo dentro del horizonte cerrado y exclusivo de nuestro “yo”.
Volver al Señor significa encontrarnos en el espacio de Su mirada, de Su Rostro vuelto hacia nosotros.
La conversión quiere romper esta cerrazón. De hecho, convertirse significa volver a Aquél a quien pertenecemos. En la parábola del padre misericordioso de Lucas 15, la conversión comienza cuando el hijo pródigo, hasta entonces encerrado en el egoísmo que le alejó de su padre y de su hermano, comprende que su vida sólo puede renacer volviendo a casa: “Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre” (Lc 15,18). San Pedro describe también la conversión como un retorno de las ovejas perdidas al buen Pastor de las almas: “Andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de vuestras almas” (1 Pe 2,25).
¿Por qué tener miedo de esto? Ciertamente, una de las razones es la falta de conciencia y experiencia de la ternura del Señor. Pero sólo volviendo a Él el hombre puede experimentar esta bondad misericordiosa, como el hijo pródigo que, volviendo a su casa para ser sólo un jornalero que recibe el pan necesario, descubre en cambio que su conversión le ha llevado a un abrazo paterno desbordante de ternura y de perdón que le permite ser plenamente hijo y hermano (cf. Lc 15,20-24). La oveja perdida, al volver al redil, descubre la infinita alegría que siente el pastor al encontrarla de nuevo (cf. Lc 15,4-7).
Pero no es sólo la falta de conciencia de la bondad de Dios lo que nos hace temer la conversión. A menudo no volvemos porque tenemos miedo de renunciar a la autonomía con la que concebimos la salvación de nuestras vidas. Tenemos miedo de confiarnos, porque pensamos que la pretensión de salvarnos solos es un espacio de libertad y autorrealización para nosotros. Gracias a Dios, la insatisfacción y el vacío que sentimos cuando vivimos así nos empujan a salir de esa cerrazón sobre nosotros mismos para empezar a confiarnos a Otro que entonces descubrimos que es un buen Pastor y Padre. En definitiva, empezamos a entender que para ser libres necesitamos una Redención que no somos nosotros los que logramos. El miedo a la conversión sólo se supera por nuestra profunda necesidad de Redención.
TRANSFORMADOS POR SU MIRADA
Cuando la necesidad de salvación nos hace volver, aunque sea físicamente, a otro Redentor que no seamos nosotros mismos, y experimentamos un nuevo encuentro con Él, comienza para nosotros un camino de conversión más profundo. No se trata sólo de volver a Dios, sino de dejarse transformar por su gracia. Comienza lo que el Nuevo Testamento llama metanoia, es decir, una transformación de la mente, del alma, del pensamiento y del corazón; cambia la concepción que tenemos de nosotros mismos, de Dios, de los demás y de toda la realidad. Si volvemos al “pastor y guardián de nuestras almas” (cf. 1 Pe 2,25),
Él mismo nos hace recorrer un camino de conversión en el que el Espíritu transforma nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, manso y humilde como el del Nazareno (cf. Ez 36,26). Esta conversión del corazón sólo es posible volviendo a Jesucristo. Volver al Señor significa encontrarnos en el espacio de su mirada, de su Rostro vuelto hacia nosotros, en el espacio, por tanto, de su compasión y consuelo, de la misericordia del Padre que Jesús nos transmite, en el espacio de su amistad. Volver a Cristo significa encontrarse en la relación de amistad con el Redentor del hombre. Nada puede transformarnos más y mejor que la Redención realizada por Cristo en la Cruz. La Redención nos transforma tan profundamente que somos recreados en la amistad filial con Dios.
Sólo volviendo a Él, el hombre puede experimentar esta bondad misericordiosa, como el hijo pródigo.
Volver a Jesús –pero en realidad es siempre Él quien viene a nosotros y nos busca incluso cuando estamos lejos de Dios– permite que su presencia transforme nuestro corazón con una sola mirada, como Pedro en el patio del Sumo Sacerdote (cf. Lc 22,61- 62), y sobre todo en la orilla del mar cuando Jesús –¡quién sabe con qué mirada!– pide a Pedro su amor y que pastoree a su rebaño con el nuevo corazón que le da (cf. Jn 21,15-17). En este encuentro con el Redentor resucitado, Pedro se descubre ahora definido por Jesús y no por él mismo ni por su propia miseria e infidelidad. Se descubre definido por un amor más grande que sus limitaciones, su pecado, su traición e incluso su miedo a no saber amar a Cristo y a sus hermanos hasta la muerte. Es en nuestra relación con Jesús cuando nos convertimos de verdad, cuando nuestro corazón cambia. No por nuestra propia capacidad o mérito, sino por gracia. Todo nuestro esfuerzo de conversión es volver a Él, volverse a Él, a Aquél que ya está totalmente volcado hacia nosotros hasta el punto de hacerse hombre y tomar sobre sí nuestra muerte y nuestro pecado.
Deberíamos pensar en esto cuando volvemos a todo lo que hace presente al Señor en nuestra vida, como nos invita San Benito al hablar del tiempo de Cuaresma (RB 49). Por ejemplo, cuando volvemos a la vida fraterna de nuestra comunidad, a los sacramentos, a la Palabra de Dios, a la enseñanza de la Iglesia, o al hermano o hermana que nos necesita, al pobre que está fuera de nuestra puerta. Todos estos “retornos” al Señor nos permiten entrar en el espacio en el que Él cambia nuestros corazones. Todos estos retornos al Redentor nos abren a la sorpresa y al milagro de descubrir que, precisamente allí donde temíamos ir, nos encontramos con Jesús y le permitimos que nos dé un corazón nuevo, rebosante de amor y de alegría. Es la gran sorpresa pascual de los discípulos de Emaús: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?” (Lc 24,32).
Este retorno a Cristo es la verdadera ofrenda de nuestra vida, y de todo lo que vivimos. La ofrenda cristiana tiene siempre un carácter eucarístico, es siempre ponernos como el pan y el vino, o como los cinco panes y los dos peces, en manos de Cristo Redentor que nos une a su ofrenda al Padre para la salvación del mundo. (…)
¡Feliz camino de Cuaresma! Y pidámonos los unos para los otros, como nos enseña San Benito, la gracia de vivir este tiempo de espera de la Pascua “en la alegría del Espíritu Santo” (RB 49,6).
Fr. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad General OCist