Nº 1367 • AÑO XXIX
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Artículo de Josef Pieper, en “Antología"
Encontrar –y amar- a Dios en todos y en todo
El sí fundamental y siempre idéntico que reaparece en todo verdadero amor es por naturaleza, lo sepa o no el que ama, ratificación de algo preexistente, un eco del acto creador de Dios en virtud del cual no sólo la persona "hecha para mí", con la que me encuentro y armonizo, sino también toda la realidad, existe y a la vez es "buena" o, si se prefiere, digna de ser amada.
Este aspecto del fenómeno "amor", que desde luego va más allá de lo empíricamente perceptible, requere aquí una mayor profundización. De algún modo hay que designar y explicar una faceta del amor que hasta ahora hemos silenciado o a la que en todo caso no nos hemos referido expresamente, pero que en definitiva no podemos pasar por alto. No se trata de hacer teología. Un libro teológico sobre el amor, es decir, un libro que interpreta los documentos de la tradición y la revelación sagradas acerca del amor, tendría que ocuparse de cosas del todo distintas a las que siguen. No. Nos fijaremos exclusivamente en el fenómeno del amor tal como se ofrece a nuestra experiencia. La cuestión es saber si, en consideración a tal o cual elemento que forma parte de la fe, no podría aclararse y explicarse algo de la experiencia misma, que de otro modo permanecería oscuro e incomprensible.
De esta suerte [amando al "primer Amante"] quedaría netamente transformado nuestro propio amor a las cosas y a las personas, en especial al hombre o mujer a quien amamos más que a nadie.
Por ejemplo, para ser más concretos, ahí tenemos el fenómenos contemporáneo bien experimentable de la Madre Teresa de Calcuta, esa monja yugoslava a quien tanta publicidad han dado en tiempos recientes los medios informativos de todo el mundo. Un buen día se sintió sencillamente incapaz de seguir enseñando literatura inglesa en un colegi superior de su congregación, al contemplar con el corazón en un puño, cada vez que se dirigía a la escuela, el espectáculo de moribundos tendidos en plena calle y faltos de toda ayuda humana. Consiguió entonces que las autoridades municipales le permitieran disponer de cierto parador de peregrinos, vacío y abandonado, y en él instaló su ya célebre "hospital de agonizantes". Yo mismo he visto ese refugio, al principio miserabilísimo, donde los infelices aislados morían, claro está, al igual que en la calle, pero no en medio del gentío indiferente, sino junto a alguien sensible a su desgracia, de quien recibían un poco de calor humano. Por una parte, es del todo imposible entender y definir esto de otra manera que como forma de dedicación amorosa alimentada a la vez por el impulso básico "¡qué bien me parece que existas!", y por los que así aman, no en un plano meramente "sobrenatural" o "espiritual" por completo desligado de toda afectividad terrena, sino de un modo global, con la totalidad de su ser. Por otra parte, nos topamos aquí con algo nuevo y radicalmente distinto que no es nada fácil de reducir a un denominador común en presencia de factores como amistad, solidaridad, predisposición favorable, vinculación personal, etc.
Precisamente quisiera yo aquí mostrar por etapas la plausibilidad de esto nuevo como algo posible al hombre o, mejor dicho, algo que le es posibilitado. El primer paso lo damos ya de modo espontáneo y sin saberlo: consiste en asumir de hecho el "sí" fecundo de la creación cada vez que amamos. Pero podría también suceder -en un segundo paso- que "realizáramos" con plena conciencia ese carácter reiterativo de nuestro amor; cuando encontramos bueno, magnífico o maravilloso algo que se nos pone delante (un árbol, la estructura microscópica de una diatomea... y sobre todo, por supuesto, un semblante humano, el del amigo, el del cónyuge, etc., amén de nuestra propia existencia en el mundo), cuando amamos algo o a alguien digno de ser amado, podríamos caer reflexivamente en la cuenta de que así hacemos nuestra y prolongamos aquella aprobación universal del Creador por la cual todo lo creado es "grato a Dios" y "bueno". Otro paso más sería querer sondear esa verdad en un nivel superior al de su mero conocimiento, adherirse, como si dijéramos, al "sí" creador y unirse a él en una especie de identificación con el acto aprobatorio original a la vez que con su "Actor"; en otras palabras, podríamos, por nuestra parte, amar al "primer Amante". De esta suerte quedaría netamente transformado nuesrto propio amor a las cosas y a las personas, en especial al hombre o mujer a quien amamos más que a nadie; dicho amor encontraría así una confirmación novísima y, en sentido estricto, absoluta. Y así también la cosa o persona amada aparecería de pronto no ya sólo como algo incomparable y que nos es destinado de modo específico y personal, sino igualmente como punto de luz en medio de una infinita claridad.