31 de enero de 2021
1364 • AÑO XXVIII

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H.U. von Balthasar 

Unidad de los diversos estados cristianos de vida

El centro ardiente de la conciencia de la Iglesia nace directamente de Cristo Esposo. Este centro no puede ser otra cosa que el propio amor redentor comunicado, amor que el Señor regala a su Esposa íntegro y sin compromiso alguno.

Para conocer cuál es el espíritu de este amor basta recordar las “recomendaciones” (consejos) de Cristo, con los cuales abre el camino hacia el misterio de la cruz a aquellos que quieren seguirle por él. Recomendación de la virginidad: y virgen es la Iglesia en el núcleo de su sentir (“os tengo desposados con un solo Esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” 2 Cor 11, 2); recomendación e la pobreza: de la pobreza en el espíritu y en la realidad, pues la Iglesia es pobreza suma de todo lo propio, para poder ser el espacio que contiene la plenitud de Cristo. Recomendación de la obediencia total, pues ¿qué podría ser la Iglesia, como Cuerpo y Esposa, sino incondicional sumisión a la Cabeza, al Esposo? 

Nuestra generación comienza a ver de nuevo, de este modo, que los llamados consejos evangélicos (es decir, estas tres “recomendaciones”) se dirigen incondicionalmente a todo creyente que quiera acompasar su corazón con el latido de la Iglesia en el servicio divino de toda su existencia. Nuestra generación comienza a comprender otra vez que los consejos de Cristo son la clave para comprender su propio amor crucificado (y no hay ningún amor más que el suyo) y, por consiguiente (según 1 Cor 7, 29-31), forman parte de todo estado de vida en la Iglesia y deben ser seguidos por todos. Sentir según los consejos (si se los entiende verdaderamente en el sentido de Cristo) equivale a sentir con la Iglesia. 

Si alguien, por ejemplo construye la espiritualidad del estado seglar o del matrimonio partiendo de lo que lo diferencia del estado religioso o del sacerdocio, no puede ver en absoluto lo radicalmente eclesial. Y ello ni siquiera retorciendo las cosas de tal manera que asigne el “estado en el mundo” a la temporalidad y a sus deberes para con el Reino de Dios, y el “estado de los consejos” al nuevo eón y a la escatología. [es decir, los laicos para las cosas del mundo y los consagrados para las del cielo]. El que hace esto escinde. lo quiera o no, la Iglesia, la cual, en cuanto Iglesia total, murió radicalmente con Cristo para el mundo y resucitó con Cristo para el cielo, para desde ahí ser enviada a todo el mundo, estando de este modo, como Iglesia total, asociada a la acción redentora de Cristo, y cuyos diferentes caminos –que son el matrimonio y la virginidad- han de ser expresión en cada caso de esa totalidad. 

Se trata de superar las oposiciones paralizadoras a favor de una conciencia de Iglesia en lo profundo de cada uno. Se tarta de trasladar, lo más posible, el centro de la piedad personal al centro de la conciencia de Iglesia. 

El nuevo camino que los “Institutos seculares” pudieran recorrer tiene una gran importancia práctica a propósito de estas cosas, pues hace referencia a la raíz común de los estados eclesiales. El hombre o mujer cristianos que, viviendo en el ejercicio de una profesión profana, no en el convento o en la casa parroquial, se mantienen puramente por amor a Cristo célibes, pobres y obedientes, sin echar un solo sermón, su existencia pasa a ser para los hombres un testimonio que no pueden dejar de oír: se convierten en presencia de la Iglesia en el mundo. Tales cristianos son, de manera privilegiada, bien que no en modo alguno exclusiva, Iglesia al descubierto.

El ejemplo tiene que influir, e influye ya, tanto sobre le estado del matrimonio como sobre el sacerdocio y sobre las antiguas Órdenes y Congregaciones; sobre el estado del matrimonio, incitándole a vivir el espíritu de los consejos evangélicos; sobre el sacerdocio, induciéndole a una interpretación más radical de la existencia sacerdotal en el espíritu del apostolado evangélico; sobre el estado de los consejos, haciendo nacer en sus miembros la conciencia de que también ellos son Iglesia expuesta. Lo que en todo esto se halla en juego es, de manera central, la Iglesia, y no formas especiales que se desarrollan por caminos nuevos o antiguos. Se trata de superar las oposiciones paralizadoras a favor de una conciencia de Iglesia en lo profundo de cada uno. Se tarta de trasladar, lo más posible, el centro de la piedad personal al centro de la conciencia de Iglesia. Ahora bien, este centro se encuentra en el origen de la Iglesia en Cristo. 

Al experimentar de este modo a la Iglesia –como Iglesia que tiene su centro no dentro de sí, en cuanto organización exterior, sino fuera de sí, en Cristo, que la engendró- se captan y comprenden estas dos cosas: que la Iglesia, que, hacia dentro, se trasciende a sí misma hacia el Señor, tiene que trascenderse, precisamente por ello, hacia fuera, hacia el mundo, como amor a los enemigos y amor e inclinación hacia el hermano que no pertenece a la Iglesia.