31 de enero de 2021
1364 • AÑO XXVIII

INICIO - A Fondo

Jornada Mundial de Vida Consagrada

Parábola de fraternidad en un mundo herido

El próximo 2 de febrero se celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Este año bajo el lema La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido. El objetivo de esta jornada es ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca y dedicar su vida a Él.

La Comisión Episcopal para la Vida Consagrada dedica esta jornada a estos hombres y mujeres que, en medio de innumerables desafíos, al borde del camino o en el rincón más inhóspito de una barriada cualquiera, se convierten en ayuda para las heridas del mundo.

En la actualidad, los consagrados también ayudan con una mirada especial a personas que experimentan nuevas formas de injusticia, aflicción y desesperanza: los afectados por la COVID-19. 

“Nuestros fundadores han sido movidos por el Espíritu y no han tenido miedo de ensuciarse las manos con la vida cotidiana, con los problemas de la gente, recorriendo con coraje las periferias geográficas y existenciales. No se detuvieron ante los obstáculos y las incomprensiones de los demás, porque mantuvieron en el corazón el estupor por el encuentro con Cristo. No han domesticado la gracia del Evangelio; han tenido siempre en el corazón una sana inquietud por el Señor, un deseo vehemente de llevarlo a los demás, como han hecho María y José en el templo. También hoy nosotros estamos llamados a realizar elecciones proféticas y valientes”.
Homilía en la Fiesta de la Presentación del Señor,
XX Jornada Mundial de la Vida Consagrada (2.II.2016).

La historia de la vida consagrada se cuenta por sus siglos, sus personas y sus frutos: desde su nacimiento hasta hoy, el suyo es un caudal ininterrumpido de vida y esperanza para el mundo. Así lo experimentamos cada día cuando somos capaces de descubrir la presencia sencilla de las personas consagradas en la Iglesia y en la sociedad, fermento de Cristo en la masa de la humanidad. Y así lo recordamos con gratitud y compromiso cada 2 de febrero, esta de la Presentación de Jesús en el templo. Especialmente desde 1995, año en que san Juan Pablo II instituyó la Jornada de la Vida Consagrada con estas palabras:

“La celebración de la Jornada de la Vida consagrada, que tendrá lugar por primera vez el próximo 2 de febrero, quiere ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos y, al mismo tiempo, quiere ser para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor (...). 

A las personas consagradas, pues, quisiera repetir la invitación a mirar el futuro con esperanza, contando con la deidad de Dios y el poder de su gracia, capaz de obrar siempre nuevas maravillas: ‘¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas’” (Vita consecrata, n. 110).

Rememoramos hoy estos párrafos iniciales del papa en su Mensaje para aquel 2 de febrero porque este año alcanzamos una fecha redonda: veinticinco años de celebración agradecida de la Jornada de la Vida Consagrada. Una fecha que nos permite echar la vista atrás para presentar junto al Señor en el templo todo lo que hemos trabajado, orado, sufrido y esperado durante este tiempo en medio de los hombres y mujeres de nuestro mundo. Una fecha que nos impulsa asimismo a emprender un nuevo tramo del camino, sabiendo que seguimos llevando las candelas del Resucitado; lámparas de fuego capaces de alumbrar cualquier oscuridad, cualquier incertidumbre. 

En consonancia con la sensibilidad y el magisterio eclesial de nuestros días, la XXV Jornada de la Vida Consagrada lleva por lema La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido. De un modo sencillo, el lema se hace eco, por un lado, de la condición llagada del ser humano y de la creación entera, en la que todos nos sentimos reconocidos y espoleados; por otro lado, evoca la vocación y misión de las personas consagradas en la Iglesia y en la sociedad, como signo visible de la verdad última del Evangelio, de la llamada perenne de Jesucristo y de la cercanía del Padre para con cada ser humano. 

“Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!”.
Exhort. Apost. Evangelii gaudium, n. 274

Todo ello bajo la luz de la parábola del buen samaritano, un icono bellísimo que el papa Francisco ha querido revisitar y compartir en su última encíclica, Fratelli tutti, proponiéndolo como faro y horizonte para toda la familia eclesial y humana, para todos aquellos que queremos bregar unidos y animosos al soplo del Espíritu de Cristo, aun en medio de tormentas desconocidas e inesperadas.

Dentro de esta barca samaritana que cruza los mares del siglo XXI, reman con singular ahínco consagrados de toda edad, procedencia, carisma y misión. Por ello, las palabras del papa resuenan hoy con un eco propio para las personas, comunidades y obras que viven y llevan adelante en medio del mundo una especial consagración:

“Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad. Entre todos: ‘He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. (...) Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos! (...) Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos’. Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos”.

Que vivimos “en un mundo herido” es una realidad constatable en todos los pueblos y en todas las etapas de la historia. Las “tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren”, recogidas por el Concilio Vaticano II en el inolvidable y vibrante comienzo de Gaudium et spes, son en realidad tristezas y angustias de hoy y de siempre.

“Hemos sido hechos para la plenitud que solo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede a un costado de la vida. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad”. 
Carta encíclica Fratelli tutti, n. 68

En gran parte de nuestro planeta, la herida supura sin descanso, noche y día, más allá o más acá de los vaivenes de la política, la economía, la vida social, etc. Cómo olvidar atropellos y sufrimientos que ya se han vueltos crónicos, muchas veces gracias a la connivencia, el silencio, el olvido y la indolencia de cuantos vivimos alejados de quienes los padecen. El hambre, la indigencia, la guerra, la persecución o la explotación no son cosa del pasado: siguen teniendo rostro concreto en tantos que están apaleados al borde de los caminos, por más que muchos pasemos de largo, apremiados por tantas urgencias que no lo son tanto, como vamos descubriendo aún sin remediarlo.

A estos rostros que quizá ya no nos sobrecogen como deberían se unen hoy otros que experimentan nuevas formas de injusticia, aflicción y desesperanza: los afectados por la pandemia de la COVID-19, que se está cebando con los enfermos, los mayores y los más vulnerables; las víctimas de la degradación acelerada del planeta y de las catástrofes naturales, cada vez más violentas; los inmigrantes y refugiados, que huyen por miles del horror y no terminan de encontrar comprensión y cobijo en nuestras posadas; las familias rotas y enfrentadas, devastadas por la incomunicación y sacudidas por la violencia; las personas que han sido abusadas y violentadas en su dignidad y en sus derechos fundamentales, también por quienes deberían haberlas protegido y defendido con mayor celo; las nuevas generaciones y los parados de todas las edades, que se ven desmoralizados e inermes en la búsqueda de una oportunidad o un trabajo que nunca llega, y un sinfín de seres humanos que sufren a nuestro lado. 

En todos esos rostros descartados se miran y se sienten llamados los consagrados; en todas esas cunetas de nuestra sociedad encuentran a Cristo sediento, maltratado, abusado, extranjero, encarcelado; en todos esos abismos de la humanidad se arrodillan y se entregan, haciéndose prójimos de cada uno sin excepción. En su corazón misericordioso y misionero son parábola de la fraternidad humana. 

Que la herida de este mundo no es definitiva ni será eterna también lo sabemos. La luz del Evangelio, que nos hermana como seres humanos en las llagas, también nos permite captar y cantar “los gozos y las esperanzas (...) de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren”. No porque asumamos una visión ingenua de la vida, sino porque la vida de los que creemos queda transfigurada por las heridas del Crucificado-Resucitado.

"No se pierde ninguno de los trabajos realizados con amor, no se pierde nin- guna de las preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida".
Exhort. Apost. Evangelii gaudium, n. 279

Así, como san Pablo, podemos proclamar sin descanso: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo; él nos consuela en todas nuestras luchas, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios. Porque si es cierto que los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, también por Cristo rebosa nuestro consuelo” (1 Cor 2, 3-5).

Quienes son consagrados por el Señor para portar sus marcas en medio del mundo conocen las luchas y los dolores de la existencia en carne propia y ajena. Aprenden en la escuela de Cristo cómo acoger con profundidad y generosidad la fragilidad del día a día y el cáliz de angustia de las horas más amargas: las suyas y las de todos. Oran, piden y alaban al Dios de los pobres, que se compadece de sus hijos y los levanta hacia la Vida que no acaba. Con no poco sacrificio y mucha fe, tejen historias de vida común, paciencia y perdón allí donde otros siembran dispersión, furia y rencor; ensayan proyectos de misión compartida y fecunda allí donde otros pre eren trazar fronteras, abrir zanjas o levantar muros; procuran buscar y obedecer con libertad al Señor, que muestra el Camino, allí donde otros se abandonan a un individualismo ciego y desnortado; se atreven a elegir con alegría la pobreza y la sencillez del Señor, que encarna la Verdad, allí donde otros cabalgan a lomos del desenfreno y la avidez; sueñan con abrazar cabalmente el amor del Señor, que ensancha la Vida, allí donde otros se dejan arrastrar por la frivolidad y el orgullo. En su corazón contemplativo y profético son parábola de la fraternidad divina.

Fraternidad divina que es humana; fraternidad humana que es divina. Esta es la entraña parabólica de los hombres y mujeres que, en medio de innumerables desafíos, al borde del camino o en la posada, en el rincón más inhóspito de una barriada cualquiera o en el coro más bello de cualquier monasterio, se convierten en aceite y vino para las heridas del mundo, vendaje y hogar de la salud de Dios. Demos gracias a Dios por ellos y con ellos, tejedores de lazos samaritanos hacia dentro y hacia fuera. Y en ellos y con ellos escuchemos una vez más la voz de Jesucristo, Buen Samaritano, que nos envía: “Anda, entonces, y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37).

Comisión Episcopal para la Vida Consagrada

Carta pastoral del obispo de Guadix, D. Francisco Jesús Orozco,
para la Jornada de la Vida Consagrada

Mensaje del obispo accitano, Mons. Orozco, de cara a esta jornada que lleva por lema La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido.

Queridos hermanos:

En un año tan diferente a los anteriores y en el que nuestras vidas se están viendo fuertemente condicionadas, en todos los sentidos, por la pandemia provocada por la Covid-19, me dirijo a todos los que formáis parte de nuestra diócesis de Guadix, y, sobre todo, a cada uno de los consagrados, en la celebración de la XXV Jornada Mundial de la Vida Consagrada, que coincide con la fiesta litúrgica de la Presentación del Señor en el templo, el día 2 de febrero.

Esta celebración litúrgica es una ocasión para unir nuestra propia presentación a la suya, en la que ofrendemos al Padre todas las gracias recibidas a través del Espíritu Santo, pero también todas nuestras heridas personales, las de todos nuestros hermanos en la fe y las de todos los que forman parte de la gran familia humana, así como las de un mundo muy herido, en el que esta pandemia está dejando un reguero de sufrimientos de todo tipo. Esta situación no sólo requiere soluciones humanas, sino que, sobretodo, es necesario el consuelo y la sanación que únicamente Dios puede llevar a cabo en nosotros.

Hijas de la Sagrada Familia de Guadix.

El lema de este año, con el que la Iglesia y los obispos españoles queremos ayudar a orar y a tomar conciencia de la importancia de la presencia y de la labor de los consagrados en la Iglesia y en la sociedad, es La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo heridoDe esta forma queremos destacar, por un lado, cómo la humanidad adolece en nuestro siglo de muchas heridas que no son del pasado (las guerras, el hambre, el empobrecimiento cada vez mayor de muchos pueblos, la falta de libertad religiosa…), porque siguen siendo muy actuales; y de las nuevas heridas que representan las víctimas de esta pandemia (los moribundos y los enfermos que colapsan los hospitales, los parados que pagan las consecuencias de la fuerte crisis económica, los jóvenes sin un futuro cierto y de oportunidades, los mayores y personas más vulnerables que no pueden asistir a la Eucaristía y recibir físicamente al Señor…). Y, por otro lado, queremos destacar la figura de esos hombres y mujeres que, viviendo su consagración al Señor, también se ven afectados por estas mismas heridas, pero que, al mismo tiempo, a través de su testimonio de vida y de sus obras, son un bálsamo y el aceite que aplica nuestro Dios, que se ha hecho hombre para curar nuestras humanas heridas, especialmente las del corazón y las del alma. Sois imagen viva de ese bello icono que el Papa Francisco usa para definir a la Iglesia, un hospital de campaña.

El lema de esta jornada XXV hace referencia a la parábola del buen samaritano, una historia de caridad fraterna que quiere subrayar cómo el amor fraterno que sentimos como hijos de un mismo Padre, es la mejor medicina para ayudarnos a curarnos unos a otros nuestras heridas. Pero también esta parábola es mencionada y meditada por el Papa Francisco en su última encíclica, Fratelli tutti.

Recorremos y andamos todo un mismo camino, que es la vida en este siglo veintiuno. En este camino hay dificultades a las que tenemos que hacer frente. Y en el camino además se producen encuentros, a veces inesperados y a veces indeseados. Hay situaciones de dolor y de necesidad humana que nos piden una respuesta. Podemos pasar de largo, haciéndonos los despistados y los desinteresados. O, removidas nuestras entrañas interiormente, nos paramos y nos remangamos para implicarnos en el dolor y el problema del otro, para hacerlo propio y nuestro. Mirando a Cristo, que cura nuestras heridas, hagamos lo mismo unos con otros.

La vida consagrada, en su multitud de carismas y misiones, nos enseña que el camino no lo debemos hacer solos, que la vida comunitaria es esencial como lo es el sentirnos parte de un mundo en el que todos somos hermanos, en el que hemos de ayudarnos más, para dejar de vivir enfrentados o en una continua competencia en la carrera por ver quién destaca más o llega más lejos. Por eso el Papa nos dice en su exhortación: Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos!”.

En vuestra lucha diaria y en la fidelidad constante, los consagrados sois un referente de alegría y de esperanza. Sois soñadores que queréis hacer real el sueño del Evangelio en una sociedad de llagas abiertas que supuran tristeza, desilusión, temores… Los consagrados sois una venda que frena y tapona las hemorragias que padecen los pobres que no tienen lo necesario para vivir, los ancianos que se sienten solos y abandonados, los niños que no tienen la posibilidad de recibir una digna educación en verdaderos valores sin ser manipulados, los enfermos que quieren recuperar la salud para seguir viviendo y sin que se les impida este derecho fundamental, las mujeres que se sienten maltratadas y discriminadas, los refugiados y emigrantes que huyen de sus países de origen con el deseo de mejorar sus condiciones de vida…

Y la oración, la vida en oración de los consagrados contemplativos se convierte en combustible que refuerza el ánimo y el quehacer de los que están al pie del cañón y en primera línea en los “hospitales de campaña” y realizando un apostolado de sanación. Necesitamos de quienes estáis en continua línea directa con Dios, en ese silencio y recogimiento de la clausura que favorece el encuentro con la divinidad y la solicitud de su ayuda para con nosotros. Vosotros, los contemplativos, orad por nosotros, por nuestras heridas.

Quisiera terminar esta carta compartiendo mi satisfacción y alegría enorme por la llegada de dos nuevas comunidades a nuestra diócesis: una comunidad de religiosas de vida contemplativa y otra de vida activa, ambas de la misma familia religiosa que tienen como carisma la adoración perpetua del Santísimo. Un regalo de Dios para unos tiempos difíciles. Las religiosas de la Sagrada Familia muy pronto podrán vivir su carisma y misión en el antiguo Convento de la Merced, de Baza. No sólo recuperamos así un edificio que ha estado cerrado muchos años, sino que, ante todo, lo convertimos en un centro espiritual de referencia para esa ciudad y para nuestra diócesis. Estas monjas serán las encargadas de custodiar la sagrada imagen de Nuestra Señora de la Piedad, Copatrona de los bastetanos, y de cuidar, animar la liturgia y las celebraciones que tienen lugar en el templo dedicado a ella. La comunidad de vida activa se quedará en Guadix y podrá servirnos desde las parroquias.

Os felicito a todos los consagrados y agradezco vuestra entrega, fidelidad y servicio a la Iglesia en nuestra querida diócesis. Os pido, por último, que en la Jornada Mundial de la Vida Consagrada tengamos presentes en nuestras oraciones a todos los consagrados que han fallecido a consecuencia de la pandemia y a los que han sido contagiados y se recuperan en los hospitales o en sus casas. Dios os colme, en su misericordia, de la salud necesaria para sanar vuestras heridas y para ayudar en la sanación de las de los demás.

¡Felicidades a todos los consagrados!

Con mi afecto y bendición,

+ Francisco Jesús Orozco Mengíbar
Obispo de Guadix