Nº 1361 • AÑO XXIX
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En la Solemnidad de la Epifanía del Señor
“La luz de Cristo, que es Amor”
En la oración del ángelus en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, el Santo Padre subraya que “la salvación realizada por Cristo no conoce confines: es para todos”.
La Epifanía no es otro misterio, es siempre el mismo misterio de la Natividad, pero visto en su dimensión de luz: luz que ilumina a cada hombre, luz que hay que acoger en la fe y luz que hay que llevar a los demás en la caridad, en el testimonio, en el anuncio del Evangelio.
La visión de Isaías, recordada en la liturgia de hoy (cf. 60,1-6), resuena en nuestro tiempo más actual que nunca: “La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos” (v. 2). En este horizonte, el profeta anuncia la luz: la luz dada por Dios a Jerusalén y destinada a iluminar el camino de todos los pueblos. Esta luz tiene la fuerza de atraer a todos, cercanos y lejanos, todos se ponen en camino para alcanzarla (cf. v. 3). Es una visión que abre el corazón, infunde aliento, invita a la esperanza. Por supuesto, la oscuridad está presente y amenazadora en la vida de cada uno y en la historia de la humanidad, pero la luz de Dios es más poderosa. Se trata de acogerla para que brille sobre todos. Pero podemos preguntarnos: ¿dónde está esta luz? El profeta la vislumbraba de lejos, pero ya era suficiente para llenar el corazón de Jerusalén de gozo incontenible.
“Como los Magos, estamos llamados a dejarnos siempre fascinar, atraer, guiar, iluminar y convertir por Cristo: es el camino de la fe, a través de la oración y la contemplación de las obras de Dios”
¿Dónde está esta luz? El evangelista Mateo, por su parte, al relatar el episodio de los Magos (cf. 2, 1-12), muestra que esta luz es el Niño de Belén, es Jesús, aunque no todos acepten su realeza. Es más, algunos la rechazan, como Herodes. Él es la estrella que apareció en el horizonte, el Mesías esperado, Aquel a través del cual Dios realiza su reino de amor, su reino de justicia, su reino de paz. Nació no solo para algunos, sino para todos los hombres, para todos los pueblos. La luz es para todos los pueblos, la salvación es para todos los pueblos.
¿Y cómo tiene lugar esta “irradiación”? ¿Cómo se difunde la luz de Cristo en todo lugar y en todo momento? Tiene su método para difundirse. No lo hace a través de los poderosos medios de los imperios de este mundo, que siempre están buscando dominarlo. No, la luz de Cristo se difunde a través del anuncio del Evangelio. El anuncio, la palabra y el testimonio. Y con el mismo “método” elegido por Dios para venir entre nosotros: la encarnación, es decir, hacerse prójimo del otro, encontrarlo, asumir su realidad y llevar el testimonio de nuestra fe, cada uno. Sólo así la luz de Cristo, que es Amor, puede brillar en quienes lo acogen y atraer a los demás. La luz de Cristo no se extiende solo con palabras, con métodos falsos, empresariales... No, no. Fe, palabra, testimonio: así se amplía la luz de Cristo. La estrella es Cristo, pero también nosotros podemos y debemos ser la estrella, para nuestros hermanos y hermanas, como testigos de los tesoros de infinita bondad y misericordia que el Redentor ofrece gratuitamente a todos. La luz de Cristo no se expande por proselitismo, se expande por el testimonio, por la confesión de la fe. También por el martirio.
Por tanto, la condición es acoger esta luz en uno mismo, acogerla cada vez más. ¡Ay de nosotros si pensáramos que la poseemos!, ¡ay de nosotros si pensáramos que sólo tenemos que “administrarla”! También nosotros, como los Magos, estamos llamados a dejarnos siempre fascinar, atraer, guiar, iluminar y convertir por Cristo: es el camino de la fe, a través de la oración y la contemplación de las obras de Dios, que continuamente nos llenan de alegría y de asombro, un asombro siempre nuevo. El asombro es siempre el primer paso para avanzar en esta luz.
Invoquemos la protección de María sobre la Iglesia universal, para que ella difunda en todo el mundo el Evangelio de Cristo, luz de todas las gentes, luz de todos los pueblos.