Nº 1353 • AÑO XXVIII
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Sobre la humildad
“Acoger el Don de Dios que viene de arriba”
Es necesario evitar entender la humildad como una simple virtud moral. Es una disposición radical que constituye la base sobre la que se construye todo el edificio. La humildad es una virtud “pasiva”: es disposición a acoger lo que no puede nacer “ni de la sangre, ni del querer de la carne, ni de la voluntad de un hombre” (Jn 1, 13), acoger el Don de Dios que viene de arriba.
Un análisis histórico fenomenológico revelaría que esta disposición no tenía ningún equivalente en lo que llamamos habitualmente la antigüedad clásica. Los griegos antiguos no habrían podido ni siquiera pensar en recomendar la humildad. Tampoco tiene un lugar en los grandes sistemas espirituales de la India, ni en los del Extremo Oriente.
Esencialmente evangélica y paulina, la humildad es característica del “Ser cristiano”. Es lo opuesto al espíritu del mundo, tomado en sentido peyorativo. No es una casualidad que Pablo recomienda al cristiano modelar sus sentimientos según los sentimientos de Cristo y les recuerda que Él “se humilló” (Fil 2, 8) y tampoco es casualidad que la primera carta de Juan ponga en la cumbre del espíritu del mundo “el orgullo de la vida” (1 Jn 2, 16). Charles Péguy ha tenido de ello la profunda intuición: el cristianismo, ha escrito, “he hecho de la humildad más que una virtud, ha hecho de ella su propio modo, su ritmo, su secreto sabor, su actitud exterior y profundo, carnal y espiritual, su posición, su costumbre, su constante experiencia, casi su mismo ser” (Un nouveau Théologien, n. 302, Pléiade, Prose, 1909-1914, p. 1066).
Esta humildad cristiana, de la que nace naturalmente la oración, es antes que nada el reconocimiento de nuestro haber sido creados, es decir, de nuestra “insuficiencia radical”: humildad radical, y, si se puede decir, básica, tan espontánea como la aspiración del aire de los pulmones, que consiste en el aceptar que en cada uno de nosotros la inteligencia es un reflejo del rostro de Dios.
[Hay] otra humildad, muy distinta, que se ha podido definir como la del “desprecio del ser” porque supone que el hombre no es nada en sí mismo sino un animal, venido no se sabe de dónde ni como, cuya imagen no ha sido delineada completamente. La humildad cristiana haciendo aceptar al hombre su condición de creatura, fundamento de un humanismo que no corre el riesgo de convertirse en “antihumanismo”, le permite al mismo tiempo reconocer que en la creación es siempre Dios el que actúa. Se puede añadir que la humildad cristiana tiene como modelo la “humildad de Dios” mismo que, supremamente libre, en su trascendencia, se hace parcialmente inmanente a su creatura por medio de la “kénosis” [abajamiento], ese “movimiento de descenso” que es la Encarnación del Verbo.
Pablo VI ha recordado en 1976 durante la audiencia general: “La humildad de la que hablamos ... es una virtud relativa a la verdad fundamental de la relación religiosa, a la realidad esencial de las cosas que pone en primer plano la existencia del Dios personal, omnipotente, omnipresente que se pone ante el hombre. Es la humildad de la Santísima Virgen en el Magnificat que confiere ala creatura el sentido de sí misma en total dependencia de Dios... La lógica del Evangelio se inspira en esta humildad de Cristo, al mismo tiempo Dios y hombre, que es el centro de la Navidad”. San Agustín ha expresado esta enseñanza en modo tan constante y feliz como nadie. Hace decir a Jesús: “Vine como humilde, vine para enseñar la humildad, vine como maestro de la humildad”; “admirable intercambio”, dice en sus Confesiones, “la vida eterna se nos promete gracias a la humildad del Señor que se ha abajado hasta nuestro orgullo”. El edificio que se puede construir sobre este fundamento, y sólo sobre este fundamento, puede ser descrito con la célebre tríada paulina: fe, esperanza y caridad.
Concluyamos con los hermosos versos de Milosz en su Cántico del conocimiento: “Me dirijo sólo a los espíritus que han reconocido la oración como el primero entre los deberes del hombre. Las virtudes más elevadas, la caridad, la castidad, el sacrificio, la ciencia, el mismo amor al Padre, se acreditarán sólo a los espíritus que, con un movimiento propio, han reconocido la absoluta necesidad de la humillación en la oración”.
Henri de Lubac
En Pequeña catequesis sobre naturaleza y gracia