01 de noviembre de 2020
1351 • AÑO XXVIII

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Jean Daniélou, jesuita y cardenal francés

Política y globalización

Entiendo por política la esfera del bien común temporal. Se trata, en primer lugar, del hombre a nivel colectivo y no del hombre individual. La política debe ocuparse del bien común, es decir, debe ocuparse de crear un orden en el que el desarrollo de la persona sea posible, donde el hombre pueda realizar plenamente su destino.

Como lo ha dicho Jeanne Hersch, “la política no es creativa, sino sólo en el sentido en que debe crear el espacio en el que algo es posible”. Esta definición es una de las mejores que se pueden dar. En efecto, si la política no crea un espacio en el que el hombre se pueda realizar plenamente, se transforma en un impedimento para la realización del hombre, en cuanto es responsable de lo colectivo.

Ahora bien, el orden temporal comporta el orden de los bienes materiales –y la política debe tender, en primer lugar, a asegurar a todos los hombres las condiciones materiales de vida. La política tiene también como fin crear un mundo en el cual las relaciones entre las personas se puedan desenvolver libremente, es decir, una sociedad en la que no haya explotación del hombre por el hombre, en donde los racismos son desterrados, que tiende a la transparencia de las relaciones humanas, en el que la paz entre los pueblos es posible. Pero si la política limitara a esto sus objetivos, no aseguraría un bien común temporal completo. Pienso, como La Pira, que la verdadera ciudad es aquella “en la que los hombres tienen su casa y en la que Dios tiene su casa”. El papel de la política es el de asegurar una ciudad en la que sea posible al hombre realizarse completamente, en la plenitud de su vida material, fraternal y espiritual.

“Sin comunión con Dios, no se puede sostener la exigencia de comunión entre los hombres”

Los cristianos, desde luego, están llenos de buena voluntad, de generosidad, de caridad, pero su acción sigue siendo ineficaz, pues no basta, para construir, tener la buena voluntad: es esencial saber a dónde se quiere ir. De otro modo, uno se tiene que contentar con reaccionar a las situaciones de hecho. La ciudad terrestre es una cosa seria. No hace falta deificarla para amarla, es necesario amarla por lo que ella es, sin querer confundirla con el reino de Dios. Esto nos obliga a situar la ciudad temporal en su orden propio, a darle su propio valor.

GLOBALIZACIÓN
Es verdad que el mundo moderno pone a nuestra disposición muchos medios de comunicación entre las personas, y que existe una solidaridad en el nivel económico, político e internacional, y que la vida de nuestros días se ha colectivizado en gran medida. Pero, ¿esto basta para crear una comunión? A veces me siento desesperado cuando veo lo que nuestra civilización técnica aporta a los países del África o del Asia. Los medios de acercamiento, admirables, que nos ofrece el mundo hoy, deberían ser transformados en medios de una comunión más grande entre los hombres. Pero sin comunión con Dios, no se puede sostener la exigencia de comunión entre los hombres (nota: el autor no habla de hacer cristianos a todos los ciudadanos, sino de la dimensión religiosa propia del ser humano). Cuando el cristiano defiende el lugar de Dios en la ciudad, no defiende a Dios, sino al hombre.

El progreso técnico nos permite asistir a lo que se podría llamar la aparición de la unidad planetaria: la toma de conciencia de la humanidad de su unidad, por una parte en la medida en que toda ella se siente por primera vez amenazada, por otra parte, positivamente, en la medida en que hay una sola aventura humana en la que todos estamos llamados a vivir: la aventura de la tierra en el cosmos.

Sí, se da hoy una unificación de la humanidad, pero si esta unificación consiste en crear una uniformidad, significará la destrucción de una de las cosas más preciosas de la humanidad y que es la riqueza de las diversas culturas. Un humanismo integral sería uno en el que el África, la China, la América, los antiguos países de Europa aportan cada uno su lengua propia, su cultura propia y su genio propio. Hay en el genio propio de cada raza algo de irremplazable. “No hay nada más inglés que Shakespeare y no hay nada más universal que él” (André Gide). Destruir las diferencias, en el momento mismo en el que las jóvenes naciones de África o de Asia las descubren con admiración, sería un crimen contra la cultura y contra la humanidad. Ahora bien, este peligro de nivelación es sin duda hoy una pesada amenaza. Una civilización del “homo technicus”, la misma en Pekín, Buenos Aires, Londres o Dakar, tendría algo de espantosamente monótono y aburrido.