Nº 1344 • AÑO XXVIII
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Adrienne von Speyr
Confianza y miedo al amor
Mientras no amamos tampoco nos queremos someter al juicio del amor. Encontramos que ese juicio del amor es injusto, precisamente porque sólo mira al criterio único del amor.
Por ejemplo, podría suceder que en ese juicio un gran pecador, que ha hecho muchas cosas que nosotros hemos evitado cuidadosamente y tal vez con gran esfuerzo moral, sea perdonado tan solo porque amaba, mientras que nosotros, que hemos acumulado un tesoro vistoso de virtudes y prestaciones morales seamos condenado, sólo porque, casualmente, no poseemos esa virtud del amor. Nosotros, que sin duda poseemos el sentido de la justicia, no podemos aceptar que un tal juicio sea justo. Pero notamos que precisamente en esa no aceptación del juicio del amor radica nuestro pecado por excelencia.
Quisiéramos poder comparecer como nuestros propios abogados, exigimos una defensa, queremos escuchar una justificación de la sentencia que nos permita aceptarla y someternos a ella con buena conciencia. Eso significa que queremos justamente un juicio, una recompensa, una justicia. No queremos el amor que deja tras de sí a la justicia. Que a un pecador le fuera mejor que a nosotros en el juicio lastimaría nuestro sentido de justicia. Tendríamos miedo frente a la falta de caridad del amor puro. Como las tinieblas temen a la luz y hace estallar y traga su oscuridad, así nosotros tememos al amor que hace estallar nuestro yo, que deja que el tú crezca más que el yo y de ese modo quiere hacernos participar de la relación entre Padre e Hijo.
El santo arde. Y por eso también ilumina y resplandece. Los hombres quieren gozar de ese fuego sólo una “horita”, un pequeño lapso de tiempo.
Ante la vida que Dios tiene en sí, nosotros nos horrorizamos; buscamos seguridad y limitación, y justamente estas son las tinieblas. No queremos el crecimiento en el interior de Dios y hacia Dios. El ser entregados a una Vida que nos supera. Queremos la soledad de nuestro yo, a pesar de todo el anhelo que nosotros pretendemos tener; no queremos quedar a merced de la comunidad. Pero si Dios, a cada uno de nosotros, nos permite poseer a su Hijo como nuestro Hijo, ser los hombres del Hijo del Hombre entonces, nos da con ello la posibilidad de no ser ya más solitarios, sin encontrar en el Hijo la comunidad de todos los que poseen junto con nosotros la misma marca de la paternidad. Haciéndonos sus hijos, los hermanos de su Hijo, los miembros de su Iglesia, el Padre nos introduce en su relación con su Hijo: no somos solamente uno en el Hijo que regresa a su Padre, sino uno en el Padre que genera a su Hijo. Pero eso es lo que tememos, porque tememos la Vida y el Amor.
El santo arde. Y por eso también ilumina y resplandece. La luz que esparce es el fuego del Señor, pues él brilla por ese fuego y arde sólo por ese fuego de Cristo, y su misión es conducir a los hombres hacia ese ardor luminoso del Señor y hacer que ellos mismo se enciendan en ese ardor. Pero los hombres quieren gozar de ese fuego sólo una “horita”, un pequeño lapso de tiempo. Un tiempo tan corto que mismos no puedan encenderse y así la lámpara se queda sin sentido, insignificante. Pues ellos temen las consecuencias del fuego… Tienen miedo de ser consumidos completamente.
En cuanto Cristo en el bautismo regala el Espíritu Santo a la Iglesia, ha comenzado su retorno al Padre. Pues siempre que Cristo espira el Espíritu, lo espira frente al Padre. Enviando el Espíritu al mundo, toma al mundo consigo de retorno al Padre. Desde el momento en que el Hijo está en el mundo, su camino es ya un retorno al Padre. Ese camino es lineal, aunque conduzca a través del extremo abandono subjetivo del Padre. Cristianamente abandono de Dios nunca significa alejamiento de Dios. Todo camino en la Iglesia es un camino hacia el Padre y con esto un ingreso en el Reino de Dios.