06 de septiembre de 2020
1343 • AÑO XXVIII

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Sobre el verdadero desarrollo 

"Somos testigos de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo"

Inaugurado este Tiempo de la Creación al que nos invita el Papa, recordamos estas palabras del Papa Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo rei socialis. El Papa Magno calificaba de "asfixiante" para el hombre la cultura del consumo y hablaba del descarte al que nos somete el sistema del "superdesarrollo".

27. La mirada que la Encíclica invita a dar sobre el mundo contemporáneo nos hace constatar, ante todo, que el desarrollo no es un proceso rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado, como si, en ciertas condiciones, el género humano marchara seguro hacia una especie de perfección indefinida. Esta concepción —unida a una noción de «progreso» de connotaciones filosóficas de tipo iluminista, más bien que a la de «desarrollo», usada en sentido específicamente económico-social— parece puesta ahora seriamente en duda, sobre todo después de la trágica experiencia de las dos guerras mundiales, de la destrucción planeada y en parte realizada de poblaciones enteras y del peligro atómico que amenaza. A un ingenuo optimismo mecanicista le reemplaza una fundada inquietud por el destino de la humanidad.

28. Pero al mismo tiempo ha entrado en crisis la misma concepción «económica» o «economicista» vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende mejor que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor de una mayoría, no basta para proporcionar la felicidad humana. Ni, por consiguiente, la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los tiempos recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen consigo la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al contrario, la experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y potencialidades, puestas a disposición del hombre, no es regida por un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo.

Se comprende rápidamente que cuanto más se posee más se desea, mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas.

Debería ser altamente instructiva una constatación desconcertante de este período más reciente: junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una especie de superdesarrollo, igualmente inaceptable porque, como el primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica. En efecto, este superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la «posesión» y del goce inmediato, sin otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución de los objetos que se poseen por otros todavía más perfectos. Es la llamada civilización del «consumo» o consumismo, que comporta tantos «desechos» o «basuras». Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre.

Todos somos testigos de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de materialismo craso, y al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente que, —si no se está prevenido contra la inundación de mensajes publicitarios y la oferta incesante y tentadora de productos— cuanto más se posee más se desea, mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas.

La Encíclica del Papa Pablo VI señalaba esta diferencia, hoy tan frecuentemente acentuada, entre el «tener» y el «ser», que el Concilio Vaticano II había expresado con palabras precisas. «Tener» objetos y bienes no perfecciona de por sí al sujeto, si no contribuye a la maduración y enriquecimiento de su «ser», es decir, a la realización de la vocación humana como tal.

Ciertamente, la diferencia entre «ser» y «tener», y el peligro inherente a una mera multiplicación o sustitución de cosas poseídas respecto al valor del «ser», no debe transformarse necesariamente en una antinomia. Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos.

Este es pues el cuadro: están aquéllos —los pocos que poseen mucho— que no llegan verdaderamente a «ser», porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del «tener»; y están los otros —los muchos que poseen poco o nada— los cuales no consiguen realizar su vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables.

El mal no consiste en el «tener» como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al «ser» del hombre y a su verdadera vocación.

El peligro del abuso consumístico y de la aparición de necesidades artificiales, de ninguna manera deben impedir la estima y utilización de los nuevos bienes y recursos puestos a nuestra disposición.

Con esto se demuestra que si el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica, puesto que debe procurar al mayor número posible de habitantes del mundo la disponibilidad de bienes indispensables para «ser», sin embargo no se agota con esta dimensión. En cambio, si se limita a ésta, el desarrollo se vuelve contra aquéllos mismos a quienes se desea beneficiar.

Las características de un desarrollo pleno, «más humano», el cual —sin negar las necesidades económicas— procure estar a la altura de la auténtica vocación del hombre y de la mujer, han sido descritas por Pablo VI.

29. Por eso, un desarrollo no solamente económico se mide y se orienta según esta realidad y vocación del hombre visto globalmente, es decir, según un propio parámetro interior. Este, ciertamente, necesita de los bienes creados y de los productos de la industria, enriquecida constantemente por el progreso científico y tecnológico. Y la disponibilidad siempre nueva de los bienes materiales, mientras satisface las necesidades, abre nuevos horizontes. El peligro del abuso consumístico y de la aparición de necesidades artificiales, de ninguna manera deben impedir la estima y utilización de los nuevos bienes y recursos puestos a nuestra disposición. Al contrario, en ello debemos ver un don de Dios y una respuesta a la vocación del hombre, que se realiza plenamente en Cristo.

Mas para alcanzar el verdadero desarrollo es necesario no perder de vista dicho parámetro, que está en la naturaleza específica del hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 26). Naturaleza corporal y espiritual, simbolizada en el segundo relato de la creación por dos elementos: la tierra, con la que Dios modela al hombre, y el hálito de vida infundido en su rostro (cf. Gén 2, 7).

Juan Pablo II
Sollicitudo rei socialis, nn.27-29.