2 de agosto de 2020
1342 • AÑO XXVIII

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Pobreza y riqueza (y III)

La caridad hoy

"Hombre isla", 2007.

La reflexión cristiana sobre la pobreza y riqueza se produjo generalmente en un contexto en que la riqueza fue despojada de valor religioso, mientras que la pobreza lo obtuvo de manera eminente. Algunos autores recuerdan la distinción muy antigua entre el pobre que trabaja con sus manos (el artesano, como José de Nazaret) y el indigente que carece de todo (generalmente viudas, huérfanos, enfermos crónicos e incapacitados de todo tipo), sobre quien pesaba la maldición de Dios.

El desplazamiento de la predilección de Dios hacia este último, aquel que está en una situación de dependencia absoluta respecto de Dios, será el que conduce a la ética cristiana de la caridad. La exaltación religiosa del valor del trabajo es completamente burguesa y protestante y el catolicismo ha solido ignorarla.

Antiguamente, la riqueza provenía de la herencia o la suerte, rara vez del trabajo como en la economía moderna. Por esta razón, la crítica fundamental fue la avaricia más que la pereza, y la identidad cristiana se estabilizó en torno a los valores de la simplicidad (contra el lujo y los excesos del consumo) y la generosidad (dar al necesitado, no necesariamente pagar un salario justo). La simplicidad se conseguía con la continencia, por ejemplo el ayuno, que hoy ha desaparecido, que indicaba la capacidad de refrenar la disposición hacia el consumo no mediante el trabajo arduo, sino por medio de la abstinencia.

La Iglesia Católica rara vez ha relevado los valores del trabajo y el emprendimiento, pero ha defendido la mesura y sobriedad en el uso de los bienes, y sobre todo ha exaltado los deberes de la generosidad. La pobreza voluntaria y la renuncia total de los bienes no llegaron a extremos, incluso en la vida monástica, pero se ha mantenido como la fuente viva de la fidelidad evangélica en todos los tiempos.

" Dueños de las puertas", 1972.

La caridad moderna se ha resentido en la medida en que queda crecientemente fuera de la economía religiosa de la salvación. La urgencia de dar al necesitado como motivo de redención ha ido desapareciendo poco a poco en manos de la exacerbación de la clemencia divina y la disminución de las preocupaciones soteriológicas que caracterizan la conciencia religiosa moderna. ¿Quién está realmente preocupado de acumular tesoros en el cielo, donde no existe la polilla? Tampoco la riqueza es vista ya como un obstáculo, sino más bien como un motivo de salvación, algo que estuvo presente en el propio dinamismo de la caridad desde antiguo. Después de todo, la riqueza sirve para aliviar la vida de los pobres y contribuye con la Iglesia en su misión de ayuda y protección de los necesitados.

La caridad se predicó muchas veces respecto de lo sobrante, aquello que sobrepasa las necesidades propias, en un mundo donde las necesidades consistían rigurosamente en lo que era imprescindible para subsistir y no morirse de hambre, aunque en ocasiones también incluía el decoro como una forma de vida digna que requiere algo más que lo estrictamente necesario.

La caridad moderna se ha resentido en la medida en que queda crecientemente fuera de la economía religiosa de la salvación. La urgencia de dar al necesitado como motivo de redención ha ido desapareciendo poco a poco en manos de la exacerbación de la clemencia divina y la disminución de las preocupaciones soteriológicas que caracterizan la conciencia religiosa moderna.

Lo sobrante, sin embargo, siempre ha significado muy poco, más aún en el mundo actual, que ha elevado las necesidades muy por encima de la subsistencia y el decoro. La paradoja de la prosperidad es que la riqueza conseguida no incrementa el sobrante, sino que aumenta las necesidades. La famosa exhortación del padre Hurtado de dar hasta que duela, es decir, la noción de que la caridad comienza cuando se da lo necesario (tal como se indica en el relato evangélico de la donación de la viuda pobre) se encuentra en la línea de la caridad radical como renuncia de los bienes. El talante del padre Hurtado, que incluía una vehemente exhortación a los ricos muy cercana a la maldición de la riqueza y que comprendía también el contacto vivo con los pobres, que eludía las trampas de la organización clerical de la caridad, recuerda a los obispos y predicadores antiguos de la caridad de los primeros siglos, como san Juan Crisóstomo. Esa capacidad de incomodar a los ricos y de colocar a los pobres en un pedestal ha sido la verdadera tradición de la caritas cristiana, que cada cierto tiempo se rutiniza y oscurece, sobre todo cuando la caridad se entiende moderadamente como dar solamente lo que sobra.

Otra forma de soslayar la caridad ha sido anteponer las exigencias de continencia y de renunciación sexual por encima del deber de generosidad. El pecado no proviene de la riqueza, sino de la carne. En el catálogo de los pecados post-bautismales de san Agustín aparecen a la par la avaricia y la concupiscencia, pero en muchas oportunidades a la Iglesia y los creyentes les interesa más estabilizar el matrimonio y ordenar el deseo sexual con ayuda de la religión, antes que moderar las desigualdades sociales y corregir las injusticias que se cometen, sobre todo en una tradición en que los sacerdotes no han sido jueces, sino confesores.

La desviación de la caridad hacia el bien de la familia (en el sentido del dicho que indica que “la caridad comienza por casa”) ha sido uno de los principales pretextos para eludir las responsabilidades específicamente religiosas que se tienen con los pobres y los extraños. En demasiados casos los deberes hacia la propia familia han sido la mejor manera de ocultar la avaricia. El sobre-énfasis en el valor religioso de la familia es característico además de los ricos, que son los primeros interesados en la conservación del linaje y en la transmisión de la riqueza a través de una familia bien organizada.

Esa capacidad de incomodar a los ricos y de colocar a los pobres en un pedestal ha sido la verdadera tradición de la caritas cristiana, que cada cierto tiempo se rutiniza y oscurece, sobre todo cuando la caridad se entiende moderadamente como dar solamente lo que sobra.

La institucionalización eclesiástica de la caridad ha ofrecido asimismo varios otros problemas. Alguna vez –cuenta Brown– la ofrenda que se presentaba en el templo era pública y abierta, la gente traía lo suyo y lo presentaba directamente ante el altar en un momento considerado crucial –y quizás el más importante de la celebración–, y en ocasiones se rivalizaba en generosidad (tal como sucedía en el templo antiguo que permitió a Jesús ver exactamente la cantidad de monedas que entregaba la viuda pobre). La institucionalización del culto eucarístico reservó la ofrenda para el sacerdote que en algún momento tomó la posición principal y en adelante es quien ofrece simbólicamente el pan y el vino en el altar, mientras la ofrenda material se recolecta con rapidez y discreción.

El sacerdote chileno, D. Alberto Hurtado, tras una conferencia.

 

El acto cristiano de la generosidad ha quedado disminuido dentro del culto eucarístico. La garantía que ofrecía el obispo de que se respetaba la porción de los pobres se ha desvanecido y lo que queda de la ofrenda de los fieles es la mantención del templo y la remuneración del sacerdote. Fuera del culto eucarístico, la caridad se concentró en la inmensa y formidable obra asistencial de la Iglesia que ha sido crecientemente desafiada por el desarrollo del estado social, no solo por el volumen de recursos estatales que se destinan a los pobres, sino por la tendencia a desplazar la caridad por el imperativo de justicia social. La caridad difiere de la justicia, en el sentido de que no establece una responsabilidad social respecto de la pobreza; se alivia el sufrimiento del pobre sin preguntarse por las causas de esa pobreza, y menos aún por la responsabilidad que les cabe a los ricos en la suerte de los pobres.

Por lo general, los cristianos no fueron reformadores sociales ni tuvieron ningún afán por dar vuelta la tortilla. La caridad puede anteponer un velo de ignorancia respecto de la justicia, tal como creía el padre Hurtado cuando decía que la caridad empieza donde termina la justicia. La moderna doctrina social de la Iglesia puede ser vista como una reflexión sobre la riqueza y la pobreza en el contexto del imperativo de la justicia social que aparece en el mundo actual y, de hecho, más que un recordatorio de la teología tradicional sobre la caridad –que se mantiene no obstante como trasfondo–, elabora una teoría del salario justo. No se trata solamente de aliviar el sufrimiento de los pobres, sino de pagar el salario que corresponde. Benedicto XVI, en Caritas in veritate (2009), por su parte, ha recordado que la caridad consiste en dar a aquel que ya tiene lo que merece, puesto que dar lo que alguien merece, es decir, hacer justicia, no es realmente una donación. 

La caridad presupone y florece solamente allí donde ya existe justicia, y por ello sus símbolos fundamentales han sido el alivio de un sufrimiento inesperado (como en la parábola del buen samaritano), la visita de quienes están justa y debidamente privados de su libertad, o la atención de los enfermos y moribundos que caen en el curso de la vida. La caridad no es dar menos de lo que alguien merece (una dádiva en vez de un justo salario), sino más de lo que alguien merece, y precisamente por ello –dice Benedicto– tiene su lugar propio y específico en la Iglesia, puesto que esta exigencia trasciende los deberes del Estado y de la ley.

"Nicodemo y Jesús", 2002

También la caridad moderna se oscurece cuando desaparece el carácter sagrado del pobre y se hunde la posibilidad de ver a Cristo mismo en el dolor y el sufrimiento del necesitado. La pobreza es el símbolo de un estado de necesidad y dependencia que decide en adelante la posición auténticamente religiosa del que clama a Dios por ayuda, consejo y protección. Adela Cortina ha acuñado el término aporofobia para designar el rechazo al pobre en las democracias contemporáneas, que se superpone y prevalece respecto del rechazo al inmigrante, pero su perspectiva sigue siendo solo la de la erradicación de las desigualdades sociales y de la pobreza.

Es cierto que, por primera vez en la historia, la humanidad se ha planteado seriamente el desafío de eliminar la pobreza y actualmente se considera que la condición de pobre es de suyo indigna, pecaminosa (aunque la responsabilidad se ha trasladado a la sociedad, “pecado social”) y su horizonte de resolución, impostergable (“los pobres no pueden esperar”, como lo han hecho siempre). Esta perspectiva debe considerarse un progreso inigualable en la senda de la justicia, pero también corre el riesgo de hacernos olvidar la dignidad propia del que se encuentra en estado de necesidad que, por lo demás, es donde se prueba nuestra capacidad de dar un trato digno a los otros.

La capacidad de otorgar al pobre un valor propio, una dignidad que desafía y supera a la del rico sigue siendo la prueba de fuego del cristiano. El pobre –o quien lo sustituya en el estado de padecimiento, dolor y necesidad– es el único testimonio de que todos somos necesitados, ya que a Dios se lo encuentra en el rostro de la fragilidad humana.

El que se salva es el que dona, porque dar algo propio significa siempre poner la confianza en Dios más que en los bienes que se posee, pero el que recibe ya está salvado de antemano. 

Eduardo Valenzuela C.
Publicado en Revista Humanitas
(humanitas.cl, 8 de junio de 2020)