26 de julio de 2020
1341 • AÑO XXVIII

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Pobreza y riqueza (II)

Salvación y caridad

"Éxodo" II, 2002, de Mario Irarrázabal

Segunda parte del texto publicado en Revista Humanitas, sobre la riqueza y pobreza cristiana. Su autor, Eduardo Valenzuela C., decía que “la caridad moderna se ha resentido en la medida en que queda crecientemente fuera de la economía religiosa de la salvación”.

La caridad se sustentaba en la posibilidad de redimirse a través del pobre que estaba de suyo salvado como el pobre Lázaro, y descansó por mucho tiempo en una economía religiosa que dotaba de gracia escatológica al pobre. La capacidad de obtener salvación a través de la gracia que otorgan otros –en este caso los pobres– funda a su vez el sentido original de ecclessia como comunidad de salvos y dispone de la redención como un asunto que no se asegura solo individualmente. Los ricos daban a los pobres, quienes a su vez oraban eficazmente por una salvación que su propia riqueza no puede otorgar. Sólo más tarde, esta gracia escatológica que provenía originalmente del pobre se desvanecerá en beneficio de los santos, que concentraron el poder de la gracia y fueron despojando al pobre de esta capacidad salvífica, sobre todo teniendo en cuenta la realidad del pecado post-bautismal que también afectaba a los pobres.

El infierno -advertía Agustín– no está reservado para una sola clase. Estos dos movimientos concomitantes entonces –la atenuación de la condena de la riqueza en beneficio de la redención por la caridad, y la pérdida de gracia salvífica que emanaba de los pobres que queda depositada en el culto a los santos– transformaron la actitud cristiana hacia la riqueza y la pobreza en un sentido que conservará, sin embargo, su inspiración original, a saber, que la pobreza es el camino llano hacia la redención, y la riqueza, por el contrario, un obstáculo para la salvación.

"Ventanas", 1968.

 La redención por la caridad se inserta en la controversia antipelagiana y en los límites de la ascesis cristiana. Peter Brown menciona la renunciación del matrimonio de Melania la Joven y Valerio Piniano, nobles romanos que adoptan una vida ascética (doblemente marcada por la continencia sexual y el desprendimiento total de sus bienes), después del saqueo de Roma por Alarico, en estrecha conexión con los predicadores radicales del pelagianismo. El pelagianismo defendió la renuncia total de los bienes en un período en que la Iglesia se orientaba definitivamente hacia la redención por la caridad. Contra el pelagianismo, Agustín defiende la condición del bautizado no como impío (un término reservado para los no bautizados), sino como “pecattore”, necesitado de redención. El pecado post-bautismal puede expresarse de manera suave pero persistente. (…)

El pecado post-bautismal oscila entre el apetito sexual y la avaricia, el apego a los bienes propios y la falta de generosidad, sin contar con el control de la ira, el gran vicio privado de la antigüedad clásica. Agustín prefigura la posibilidad del purgatorio –“ignis purgatorius”– para esta clase de pecadores de menor cuantía, aunque lo inquieta introducir el tiempo en la eternidad de la vida celeste (y peor aún, la posibilidad de que las almas conserven contacto con la vida mundana, incluso a través de la oración penitencial que se introducirá después). También existe la posibilidad de la “clementia” que se asignaba en el mundo clásico a los atributos del emperador, y que se traspasan hacia ciertas evocaciones de Cristo en el Apocalipsis de Juan y en la Visión de San Pablo. Pero antes que el purgatorio y la misericordia divina, el único remedio para el pecado era la caridad cristiana, el principal recurso a través del cual se podía conseguir la salvación.

La condena de la riqueza continuó siendo un motivo principal de la predicación de los obispos durante todo el cristianismo antiguo. El control eclesiástico de la caridad avanzaba en la misma medida en que se institucionalizaba la autoridad episcopal. El obispo recibe todos los recursos y los distribuye discrecionalmente, sin rendirle cuentas a nadie. El patronazgo romano se reproduce en el episcopado, sobre todo porque se trata de dar a los pobres de la propia comunidad (lo que motivaba algo de populismo episcopal, como en san Ambrosio de Milán, al revés de san Agustín, que nunca fustigó demasiado a los ricos y no se hacía ninguna ilusión respecto de los pobres). El deber episcopal de dar a los pobres y necesitados (viudas y huérfanos), que definió por mucho tiempo las donaciones eclesiásticas como “patrimonia pauperum”, se mantuvo inalterable y se contaba entre las obligaciones propias del cargo. También el obispo se reconocía por el modo de vida sencillo y austero, y la dedicación a su labor.

"Acuerdo", 2007.

Con todo, los bienes comenzaron a fluir hacia la Iglesia (sobre todo a través de donaciones “in articulo mortis”, que constituían la expresión más cabal de la redención por la caridad) y la caridad empezó a adquirir un carácter corporativo a través de la formación de un cuerpo presbiteral remunerado (contra la obligación profética de no cobrar por los servicios que prevaleció en la comunidad primitiva) que se apropiaba crecientemente de los recursos obtenidos.

Apareció entonces el problema de la riqueza de la Iglesia, que pondrá en juego el principio de redención por la caridad. Por mucho tiempo pudo hacerse la diferencia entre propiedad y administración –en el sentido moderno, en que los recursos pueden ser administrados impersonalmente– y se insistió en que la riqueza eclesiástica no funda dominio (porque el obispo no es el dueño de los recursos que recibe, y sobre todo porque la regla del celibato le impedía apropiarse y heredar tales bienes a los suyos), pero la riqueza eclesiástica no tardó en atraer hacia la Iglesia a personas sin vocación religiosa y en constituir señoríos episcopales que incluyeron faltas evidentes a la regla celibataria y apropiación privada del patrimonio de los pobres, sin contar con el refinamiento en los métodos de recaudación, como la venta de indulgencias.

La respuesta convencional a la corrupción eclesiástica será el retorno al principio de la pobreza voluntaria que alcanzará su cumbre en el franciscanismo. San Francisco repite el gesto de Melania y Valerio de casi diez siglos antes, continencia perfecta y renuncia total de los bienes. La salvación de los ricos se encuentra menos en la generosidad y más en la simplicidad de la vida, en la altísima pobreza (“¡Señora santa pobreza, el Señor te salve con tu hermana la santa humildad!”) y en el “vivere sine propio”, vivir sin nada propio de san Francisco que se identifica con una forma de vida basada en la capacidad de disfrutar de Dios en una vida despojada y sencilla.

Martín Lutero se niega a retractarse de su tesis ante un joven Carlos V en 1521.

Agamben indica que la pobreza franciscana pierde el sentido penitencial y soteriológico que tuvo en el monacato y que constituye una forma de vivir la fe que inaugura propiamente la “devotio” moderna: la fe no es una regla que se cumple, sino una forma de vida. La pobreza continuará siendo el crisol de los valores evangélicos de humildad y mansedumbre y el fundamento de cualquier fe auténtica, mientras que la riqueza será como siempre el obstáculo principal para quienes desean encontrar a Dios. Pero debe tratarse de una pobreza voluntariamente asumida por amor a Cristo, de manera que el símbolo de la fidelidad religiosa no es el “paupere” como tal, sino el monje mendicante.

La inflexión que produce Lutero tiene otro carácter. Es un ataque frontal a la redención por la caridad a través del principio de la sola fides (solamente la fe puede salvar, ninguna obra, por buena que sea), de modo que la caridad pierde su fundamento religioso y se convierte en filantropía o solidaridad. Ni la generosidad ni la renuncia de los bienes producen un estado de gracia, puesto que Dios no se fija en las buenas obras.

El protestantismo exacerba la angustia soteriológica que siempre fue atenuada por la caridad y los sacramentos y mantiene en vilo al creyente en el temor de Dios que el catolicismo (a diferencia de todo lo que se cree) ha sabido calmar mucho mejor. Aunque rechaza la pobreza voluntaria, el protestantismo no bendice cualquier riqueza. No es un retorno al esquema tradicional que deposita la bienaventuranza y el favor de Dios en el éxito profesional y económico, aunque las teologías de la prosperidad han germinado específicamente en suelo protestante, por ejemplo en el pentecostalismo latinoamericano, que asocia complacientemente la religión con movilidad social de los más pobres y considera ciertas formas de prosperidad económica el signo de un estado de gracia. La riqueza que tiene valor religioso es aquella que proviene de una forma de vida que contiene el trabajo arduo y sistemático en el marco de una existencia sobria (en el sentido literal también, sin alcohol) y austera.

"Gran silencio", 2008

 Esta combinación produce casi siempre éxito económico, de manera que una cierta teodicea de la prosperidad está contenida en todas las variantes ascéticas del protestantismo. El protestantismo moderno atenuó como ninguna otra variante del cristianismo la condena de la riqueza que, por el contrario, continuó su marcha en el catolicismo, que ha oscilado entre la caridad y la pobreza voluntaria como la marca de una vida evangélicamente conducida. Pero también el protestantismo ha sabido refrenar el apetito de riqueza y el afán de lucro (que nunca ha tenido valor religioso por sí mismo) y organizar la vida de los ricos en torno a los valores de la austeridad, la continencia y la sencillez, de manera probablemente más eficaz que la caritas católica, que exige desprenderse de los bienes, pero se fija poco en el modo como se adquieren tales bienes, a diferencia de la ética protestante que considera solamente el modo como se consigue la riqueza, pero no hace ninguna exigencia religiosa para compartirla.

Eduardo Valenzuela C.
Publicado en Revista Humanitas
(humanitas.cl, 8 de junio de 2020)