12 de julio de 2020
1339 • AÑO XXVIII

INICIO - Cultura

"La Anunciación a María”

El drama cotidiano del amor

“¿Quién puede querer a una leprosa?”. El amor atraviesa de forma especial la obra preferida de Paul Claudel, La Anunciación a María. Un texto en el que no hay espacio para la mera conceptualización, como afirma el autor en una carta a su amigo André Gide: “Es más emocionante y conmovedor que El rehén, sin palabras filosóficas”. Claudel trabajó esta obra durante más de veinte años, despojándola de toda retórica y convirtiéndola en una pieza fraguada lenta y detalladamente, en la que todo signo reenvía a algo más allá de la palabra misma.

El amor, sí, pero… ¿cuál?, ¿cómo?, ¿de dónde viene?, ¿qué amor se nos propone a través de estas páginas? Lejos de presentarlo como un sentimiento dulce o una pasión momentánea, Claudel encarnará en el recorrido de sus personajes, poco a poco, una nota dominante y nada facilista del amor. El poeta afirma ante el mundo algo poco convencional: para amar y crecer en el amor no son suficientes ni la intención ni la pasión, tampoco un mántrico estado de armonía o la ternura que nace de nuestro interior, un día sí y otro no.

El drama del amor en La Anunciación nos depara una única e inconfundible plenitud. En las escenas de esta maravillosa obra se va desplegando una naturaleza, una ley del amor que no resultaría comprensible si no tuviera carne y sangre: “el amor es ser para, ser para el Ideal, ser para el designio total, en él la belleza y la justicia están a salvo”.

Violaine, la joven protagonista, no está sola como personaje en esta concepción radical del amor; la encarnan y transitan también, mostrando sus diferentes facetas, el padre de Violaine, Anne Vercors, y el constructor de catedrales, Pierre de Craon. En ellos es imperioso un querer que va más allá de sus pobres y limitadas vidas, un Amor que se inserta en lo humano y lo exalta, quebrando sus límites espaciotemporales. En un tiempo acostumbrado a amores con raíces mucho menos profundas, esta obra es fundamentalmente la invitación a un camino cuya extensión temporal no puede ser menos que la de toda la vida.

Esta naturaleza humana abierta hacia el otro y hacia el mundo se dice a través de diálogos, imágenes, metáforas. Paul Claudel llama a estas metáforas vivas motivos escénicos o “acteurs permanents”, alrededor de los cuales giran como los rayos de una rueda todos los personajes y situaciones de la obra. Veamos brevemente algunos de ellos: la puerta, el anillo, la lepra.

La puerta: cruje y tiembla por entero la vieja hoja
Una puerta, pesada y con cerrojos complicados, abre la obra. Es la metáfora que domina el extenso prólogo: ya en la primera acotación escénica se describe una puerta de granero difícil de abrir en la que se ven representadas dos imágenes, san Pedro con las llaves y san Pablo con la espada, claro símbolo de las puertas de Jerusalén. A Violaine, mujer que abrirá esta puerta, se le permitirá ingresar en una plenitud de vida impensada. Queda anunciado el significado del amor como apertura —las llaves— pero no sin el sacrificio —la espada—.


Paul Claudel es un poeta enamorado de lo concreto ya que, como él mismo explica, los elementos cotidianos y hogareños pueden ser leídos como representación de aquella realidad eterna hacia la que señalan con su misma presencia: “Lo que era hogar se vuelve llama vigilante, la mesa deviene altar, la puerta será puerta del cielo”.

Es notable la relación entre la puerta y el altar. Alejados espacialmente en una iglesia, son los que más se aproximan en su significado ya que se determinan mutuamente, con frecuencia lo que se ve en la puerta es retomado en el retablo del altar. Ambos, puerta y altar, existen para dar paso a aquello que no conocíamos previamente e ingresar en otra dimensión. Los dos elementos se reúnen en Violaine, puerta y altar ella misma.

Unos días antes de este encuentro en la puerta del granero, Pierre había querido violentar a la protagonista. Sólo le produjo una pequeña cortadura en el brazo. Poco después de aquel episodio, Violaine se presenta para abrirle la puerta de doble batiente y con un complicado aparato de barras y cerrojos. Es arduo abrirla, lleva consigo los signos de lo viejo y abandonado, el moho, lo que nadie usa:

PIERRE DE CRAON.— Estos viejos hierros están muy enmohecidos.

VIOLAINE.— Ya nadie pasa por esta puerta. Mas por aquí el camino es más corto.

Es la puerta estrecha del evangelio (Lucas 13,24ss.) y, como afirma Luigi Giussani, el camino más corto es la pureza. Cuando logra abrirla, Violaine exclama con júbilo: “¡He abierto la puerta!”, y comienzan a sonar las campanas del Ángelus. Claudel transcribe completa y en latín esta plegaria en la que se resume el Misterio de la Encarnación. El Ángelus, entonces, está en el título de la obra y se reproduce en las primeras páginas. Claudel nos pone en alerta: lo que va a suceder en la vida de estos protagonistas —y que entonces puede suceder en la nuestra, lectores— no contiene ni un ápice menos de Misterio que el momento más decisivo de la historia del hombre, el de la Encarnación.

El anillo: este círculo, semilla de oro
En el prólogo Violaine le pregunta a Pierre por la iglesia que está construyendo, más hermosa aún que Notre-Dame. Dedicada a Santa Justicia, una niña martirizada sobre un campo de anís en tiempos de Juliano, será la gran iglesia de Rheims. Para su construcción, después de pensarlo un instante, Violaine entregará a Pierre el anillo de prometida que le ha dado Jacques Hury, el único objeto de valor que ella tiene: “Toma este bello anillo, lo único que yo tengo…”.

Claudel se detiene en la descripción de su materialidad: es de oro vegetal, con una aleación de miel, fácil de trabajar como la cera, nada lo puede romper. Recuerda otra imagen con las mismas características: la del junco, que se dobla pero no se quiebra. Figuras cristológicas ambas, como Violaine, serán maleables y a la vez firmes e inquebrantables en su aceptación.

Violaine lo dona justo cuando está viviendo una gran plenitud, en la cumbre de su juventud y de su felicidad por un matrimonio prometido. El anillo, figura redonda y cerrada, es símbolo de la totalidad, de lo que no acaba, al igual que la plenitud en la que vive Violaine. En el diálogo entre ella y Pierre se van entrelazando las dos figuras, el anillo de oro y la vida de la joven, hasta casi no distinguirse, ambas entregadas a otro para la construcción de una gran obra.

El anillo, en cuanto círculo, es generador y promesa de continuidad. Pierre dirá más adelante: “Me llevo vuestro anillo. ¡Y de este pequeño círculo haré una semilla de oro!”. Violaine podrá dar vida solo si entrega la suya en un ofrecimiento que tiene como horizonte el universo: la Iglesia se construye para todos los hombres. Quien la recibe hará lo que crea conveniente —las consecuencias son desconocidas aún para Violaine— con esta simiente, de donde brotará lo inaudito.

La lepra: un amor como el del fuego por el leño cuando prende
El motivo de la lepra es fundamental para entender esta concepción desmesurada, desencajada con respecto a las habituales formas que tenemos de pensar y de vivir el amor. La lepra desfigura y aísla; era considerada la enfermedad del castigo, más relacionada incluso con el dolor del alma que el del cuerpo. El amor del que habla Claudel no se sustenta en las apariencias y hasta puede parecer despreciable.

Al día siguiente de que Pierre quisiera apoderarse de Violaine, nace en el constructor la primera flor de plata. La joven realizará un gesto de amor desmedido hacia él, un beso en el que la piedad se sitúa por encima de su seguridad, de una vida plena en la casa de su padre. Violaine cumplirá esta locura “olvidando la casa de su padre”. Así reza el salterio: “¡Escucha hija mía, mira y presta atención! / Olvida tu pueblo y tu casa paterna / y el rey se prendará de tu hermosura” (Salmo 45,11-12).

Cuando Cristo cura a los leprosos toma la enfermedad de los hombres sobre sí; purificándolos y reintegrándolos a la comunidad cancela con un gesto milagroso la separación entre lo puro e impuro. Así, el amor manifiesta su rasgo más delicado y decidido: no puede ser corroído, atraviesa toda apariencia y rescata de la nada. Como afirmara Anne Vercors en el primer acto, hay un solo lugar, en el centro, donde nada puede ser deshecho ni arrancado: “El que hizo la Cruz cuando fue plantada. La que todo lo atrae. Allí está el punto que no puede ser deshecho, el nudo que no puede ser desatado, el patrimonio común, el mojón interior que no puede ser arrancado”.

Puerta, anillo, lepra. Apertura de nuestras hendijas, desde las más insignificantes hasta la gran puerta de una vida que acepta dichosa el señorío de Quien más la ama. A través de estas imágenes, metáforas, diálogos, La Anunciación a María nos dirige una gran pregunta: ¿estamos siendo tan atrevidos como pensamos en el amor? ¿Qué significado le damos, cotidianamente, a “esa palabra de lujo”, como diría Adelia Prado? Claudel nos permite entrever la única posibilidad de conocer realmente su carácter desbordado e impetuoso, irrefrenable hasta la entrega total y cuya “alternativa es la mezquindad”.

Alicia Saliva
Publicado en PáginasDigital.es