21 de junio de 2020
1336 • AÑO XXVIII

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Misericordia

Biblia: del Dios vengador al Dios misericordioso


Ha sido necesaria una historia muy larga para que los hombres de la Biblia vean en Dios un ser de ternura más que un padre vengador…

Hablar de Dios como de un Dios vengador, punitivo y temible, es signo del cliché más banal. Es verdad que los primeros capítulos del Génesis nos cuestionan sobre el Dios que ahí se manifiesta, desde la creación del hombre a la vocación de Abrahán, desde el castigo de Adán y Eva a la destrucción de Sodoma y Gomorra, y hasta el terror que suscita en el pueblo hebreo, en el Éxodo, al pie del Sinaí…

¿Dios vengador o Dios misericordioso? Y, si al final es misericordioso, ¿eso es para siempre? Algunas concepciones o representaciones, todavía recientes en nuestras iglesias cristianas, podrían hacer dudar de ello…

Lo divino inspira el temor

Para salir de un tal dilema, hay que convencerse de una primera evidencia, a menudo olvidada o descuidada a propósito de la Biblia: su escritura, en el sentido corriente del término, es y continúa siendo una obra de seres humanos. Ya se trate de escribir en hebreo o en griego, o de componer relatos y poemas, lo primero que se encuentran son modos humanos de expresión, aunque se habla bastante espontáneamente de “Sagradas Escrituras”, de libros santos o de “Palabra de Dios”…

La misericordia divina ha debido abrirse camino para llegar a nosotros, los seres humanos que somos, a través de una doble percepción, humana y religiosa: seres tentados por la violencia, como nos lo recuerda de forma altamente simbólica el primer relato que lo manifiesta, la muerte fratricida que hace del primogénito de la primera pareja humana, Caín, el asesino del primer hermano menor, Abel (Génesis 4,1-16).

Pero, independientemente de la acción humana, hay que reconocer que en la Biblia, como en todas las religiones, lo divino inspira en primer lugar el temor, la angustia, y la necesidad de apaciguar su cólera por medio de sacrificios. Así, la violencia de un Dios vengador parece que es una cosa obvia.

Los orígenes imaginados

En esta primera generalidad de la escritura bíblica se plantea una primera cuestión, la de lo imaginario, pensado como evidencia en el comienzo de la historia.

Pensemos en dos ejemplos famosos: ese al que acabamos de aludir, la historia de Adán y Eva, y el de los antepasados nuestros, franceses, que, para escolares de hace algunas décadas, eran designados como “nuestros antepasados los Galos”.

En los dos casos, nada aparece más evidente, más o menos, a estas condiciones: nunca se ha visto un comienzo como un comienzo. Porque una nación no se interesa por ello sino a partir del momento en que adquiere una conciencia suficiente de ella misma para preguntarse por sus orígenes y sus antepasados, es decir, en un momento en que las informaciones son raras o poco fiables, o que no existen.

Lo que es válido para nosotros queridos Galos vale todavía más para Adán y Eva, situados en los “orígenes” o “al comienzo absoluto”, por definición sin testigos y, por eso, sin memoria.

La verdad de la experiencia humana

¿Quiere esto decir que todo es falso? Digamos que la verdad es de otro orden, no del de las respuestas y certezas, sino de las cuestiones inevitables. La lógica de los relatos de inicio depende directa y explícitamente de la experiencia humana más corriente.

En ello se busca dar una explicación o un modelo a lo que inquieta a la humanidad, como la violencia asesina y, de manera particular, el fratricidio. En el origen más arcaico, la historia de este primer asesinato, más aún fratricida, dice que la violencia es una realidad humana fundamental. ¿Cómo, en esas condiciones, la idea de Dios habría podido verse libre de esta representación arcaica, de esta violencia primera fundamental?

La verdad de los orígenes bíblicos no pertenece al orden de las certezas, sino de las cuestiones.

Desde el Génesis y el libro del Éxodo, una gran parte de la aventura bíblica, basada en esta experiencia, se apoya en su concepción de un Dios vengador, de castigo y, por eso, de violencia. Sí, en algunos momentos se pueden reconocer reacciones y acciones puramente humanas como las guerras, o un deseo de castigo justificado.

Así las órdenes de Moisés, por ejemplo, que después del culto al becerro de oro moviliza la tribu de Leví para matar a tres mil hebreos como castigo…

Igualmente, no corremos un gran riesgo al sacar una primera conclusión: en la Biblia, todo acto de violencia cometido en nombre de Dios y de su voluntad se relacionan con el antropomorfismo. Dicho de otra manera, los hombres, natural y espontáneamente violentos, han proyectado en Dios su propia violencia. Encontrarla en los primeros capítulos del Génesis y en los primeros libros de la historia de Israel no es una casualidad: estos relatos de los inicios proyectan la violencia humana en orígenes concebidos como modelo, si no como justificación.

No es sorprendente que haya sido necesario tiempo para que los hombres pasen de esta violencia más o menos primera a otra actitud, la de la misericordia, u otro nombre con la que se la pueda sustituir aquí y allá, como piedad o perdón, con lo que esto implica de ternura y de dulzura.

Del sacrificio prohibido a la misericordia paterna

Vale la pena considerar otra escena original, la del sacrificio de Abrahán (Génesis 22,1-14). Conocemos esta escena donde, en el momento de degollar a su hijo Isaac según la orden divina, “el ángel de Yhwh” se lo prohíbe firmemente. Es verdad que la obediencia de Abrahán a Dios que, según el relato, ha ordenado este sacrificio, parece recompensada… Pero no nos engañemos: también hay que “releer” este texto, o sea, en un orden inverso, como eco de un tiempo más o menos lejano donde el sacrificio humano era posible, y, por eso, se le podía concebir como orden o voluntad divina.

Es así como lo presenta el relato en su estado actual. Después, interviene el “ángel de Yhwh” recurriendo de alguna manera a esta orden primera, Dios no puede querer una tal violencia, sobre todo no por parte de un padre. Y de ahí no puede sino nacer lo contrario, la misericordia ya exclusiva y fundamental.

También, llegando al otro extremo de la aventura bíblica, se impondrá otra imagen del padre, el de la “parábola del hijo pródigo” (Lucas 15,14-32), donde la enseñanza de Cristo no puede ser más clara: a este hijo desesperado por su propia falta, el padre, sin hacer el menor reproche, no puede más que pedir que se le restablezca en su dignidad.

En nuestra lectura cristiana de la Biblia, se nos impone ahí en una suerte de inclusión, por una parte, la posibilidad obsoleta de un Dios que aplica la violencia paternal sobre un hijo, y, por otra, la superación paterna de toda falta en nombre de una misericordia que no incluye ni siquiera una única palabra de reproche.

Desde el principio, un Dios de misericordia

Toda la historia bíblica confluye en esto, una larga historia que desemboca en el proceso de este padre pródigo, como si hubiera sido necesario al menos todo este tiempo desde Abrahán hasta Cristo para hacer pasar a los hombres desde la violencia primera a la misericordia. También habría que hablar de las súplicas de Abrahán en favor de Sodoma y Gomorra (Génesis 18,17ss), las de los salmos y, sobre todo, la larga pedagogía profética que terminará atribuyendo a Dios “entrañas de madre” (cf. Isaías 16,11; 46,3;63,15).

No nos engañemos: a pesar de uno u otro episodio, el Dios de la Biblia no es, nunca lo ha sido, un Dios de violencia. Sin embargo, a nuestra violencia humana le ha sido necesaria esta larga historia que se remonta a los orígenes más absolutos y más primitivos para comprender por fin que este Dios, lejos de ser un Dios de cólera, de venganza y de violencia, no puede revelarse sino como un Dios de misericordia y de amor.

Pierre Gibert
Jesuita, biblista, profesor en el Centro Sèvres
(Facultades jesuitas de París)

Publicado en La Croix