31 de mayo de 2020
1333 • AÑO XXVIII

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"Hacia un renovado Pentecostés"

“Ven, Espíritu Divino”

 

Este domingo 31 de mayo la Iglesia celebrará la Solemnidad de Pentecostés. En esta celebración centrada en la venida del Espíritu Santo y que reactualiza los inicios de la vida de la Iglesia, se nos recuerda la importancia de la comunidad cristiana y el papel evangelizador de los laicos.

La venida del Espíritu Santo, Pentecostés, es para la Iglesia el inicio como tal de su misión y de su tiempo. La Iglesia nace en este día como comunidad que encarna la promesa y el mensaje de la salvación de Dios al soplo de los dones de la tercera persona de la Trinidad.

La comisión de obispos españoles ha querido poner el acento en el protagonismo de los laicos como agentes evangelizadores, también llamados a un discernimiento y acción sinodal. En esta fiesta de la venida del Espíritu Santo, que coincide con el Día de la Acción Católica y el Apostolado Seglar, se invita a que los fieles recuerden y puedan dar una continuidad a lo propuesto en el último Congreso de Laicos.

“Necesitamos una mirada limpia y nueva”, dicen los obispos, “que nos haga descubrir su rastro en los gestos de servicio y caridad que se multiplican sin cesar a nuestro alrededor”. Unos gestos de humanidad y entrega que han podido verse en toda la respuesta dada ante la pandemia del Covid-19, circunstancia que se tiene muy presente y ante la cual todos los cristianos estamos llamados a dar testimonio. En una situación tan drástica como esta, hay que buscar “repartir el tesoro de la fe en las periferias más lejanas o marginales”.

La invocación de los siete dones extraordinarios del Espíritu de Dios debe de hacerse, al igual que le Iglesia primitiva, en una comunidad cristiana concreta, que es de máxima importancia a la hora de poder vivir adecuadamente esta acción evangelizadora que pueda dar luz de esperanza en medio de una pandemia.

Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar 

Los movimientos de Acción Católica celebran este día reconociendo la importancia de centrar la mirada en Jesucristo y su disposición "a ser arriesgados en los métodos, estructuras, formas de llegar y expresar la Buena Noticia", dentro de una realidad cambiante y diversa. 

En virtud del bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28, 19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea solo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos “discípulos” y “misioneros”, sino que somos siempre “discípulos misioneros” (Evangelii gaudium, n. 120).

Sin duda, durante este año con la preparación y ahora el post del Congreso de Laicos hemos podido constatar que estamos viviendo una experiencia del Espíritu. El pueblo santo de Dios se llena de esperanza porque sabe que el Espíritu prepara los corazones, ilumina la conciencia, orienta las decisiones y acompaña en los caminos de la vida y de la historia. Por eso podemos decir con rigor que el Congreso Nacional de Laicos ha sido un kairós, un momento de gracia, de cuyo significado y alcance aún no somos plenamente conscientes.

Reconociendo...

La convicción de la acción de Dios, en su Espíritu, hace que todo el camino esté impregnado de su presencia. Estamos inmersos siempre en la acción del Espíritu, ya que vivimos en un mundo que ha sido redimido, en el que el Espíritu ha sido dado a todas las personas bautizadas. En este sentido, el momento de escuchar con humildad y hablar con valentía está impregnado de la acción de Dios, por lo que este primer momento no se reduce a un análisis de tipo sociológico, porque la realidad se contempla no como una materia neutra, sino que habla de la acción del Espíritu. Reconocemos que estamos viviendo un momento eclesial caracterizado por un renovado impulso misionero en nuestra Iglesia. Acogiendo con responsabilidad y entusiasmo una mayor conciencia de la importancia del laicado en la tarea evangelizadora, nos encontramos actualmente con un laicado más comprometido y consciente de la necesidad imperiosa de asumir el protagonismo al que estamos llamados, por el bautismo, a construir el Pueblo de Dios.

Descubrimos en muchos fieles laicos el deseo de un encuentro con Cristo más sincero y auténtico, la búsqueda de una fe más sólida y fundada en la relación personal con Él. El encuentro con Cristo nos lleva a considerar en mayor medida la importancia de la comunidad como referencia y como espacio para la vivencia de la fe y la celebración de los sacramentos. Esta mayor conciencia de la identidad laical tiene una profunda raíz espiritual y pone en valor la centralidad de la misión entre las personas sobre todo entre las más empobrecidas, transformando paulatinamente nuestras comunidades en espacios de acogida y de encuentro de muchas personas que se sienten descartadas.

Los nuevos tiempos traen nuevas preguntas y, por lo mismo, somos conscientes de que los cambios antropológicos y culturales que es-tamos viviendo se convierten para nosotros en retos, como puede ser: el reconocimiento del protagonismo que están adquiriendo las mujeres en coherencia con su dignidad de bautizadas; el sabernos situados del lado de quienes sufren este sistema que oprime, descarta y mata, que abandona a muchas personas en las periferias existenciales; el cuidado de nuestro planeta como casa común y obra de Dios, que exige de nosotros seguir profundizando en el significado de la creación; la importancia de la cultura digital o la presencia activa de los jóvenes en la Iglesia. Todos estos, entre otros, suponen signos de alegría, ánimo y esperanza.

Situar a Cristo en el centro es la premisa
imprescindible para ser misioneros valientes

A nivel personal, la fe se ha de hacer vida, pasando de la teoría a la experiencia, profundizando en las implicaciones que tiene para nuestra existencia y para la sociedad de la que formamos parte. “Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra(Gaudete et exsultate, n. 14). El mensaje ha de ser coherente con nuestra vida y fiel reflejo del Evangelio. Vivir en serio la llama-da a la santidad es la vía eficaz para llevar a cabo nuestra misión. A ello pueden ayudar la revisión de vida y el proyecto personal de vida cristiana. A nivel colectivo, nuestras comunidades de referencia han de ser forjadoras de fraternidad, potenciadoras de los distintos carismas que inspira el Espíritu, espacio desde donde discernir juntos y lugares abiertos al cambio. Lejos de aislarse en sí mismas, han de mostrar la belleza de la Iglesia universal. En ellas, la participación de los laicos en la toma de decisiones debe ser real y efectiva. Desde ellas, la apertura a otras realidades eclesiales para trabajar unidos y desarrollar acciones pastorales conjuntamente y fomentar la presencia en las estructuras sociales son caminos que hemos de recorrer.

Y eligiendo...

Si has perdido el vigor interior, los sueños, el entusiasmo, la esperanza y la generosidad, ante ti se presenta Jesús como se presentó ante el hijo muerto de la viuda, y con toda su potencia de Resucitado el Señor te exhorta: “Joven, a ti te digo, ¡levántate!” (Lc 7, 14).

Nuestra misión es acoger y proclamar el reino de Dios y su justicia, porque “en la medida que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos (Evangelii gaudium, n. 180). Nuestra vida, por tanto, es la misión y nuestra meta la santidad: vivir reflejando a Cristo en nuestra vida, desde la donación de amor que provoca en nosotros la experiencia del amor de Dios. Como Jesucristo, entregamos nuestra vida por amor para que otros puedan vivir. Nuestra misión es nuestra vida, vivida para la comunión; ese es el sentido de nuestra vida. Hemos de recordar lo que nos dice el papa Francisco cuando nos insiste en que “la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás”. (Evangelii gaudium, n. 10.)

Nuestra misión (nuestra vida) tiene que expresarse también en la dimensión eclesial, en la dimensión social y política de la fe. En lo eclesial porque nadie se salva solo y porque es la Iglesia, Pueblo de Dios, la que evangeliza. En lo social y lo político porque el amor que configura nuestra humanidad genera unas relaciones sociales, interpersonales y, en consecuencia, políticas, nuevas; unas relaciones de fraternidad que no se agotan en el pequeño círculo de mi familia o mi comunidad parroquial, o mi movimiento, sino que queremos que sean la trama sobre la que construir todas nuestras relaciones sociales. Por ello, el reto que tenemos es mostrar con nuestra vida y nuestra palabra que Jesucristo es el fundamento de la justicia y que no puede haber justicia sin Él. Sin esa vida y sin esa palabra, no conseguiremos superar la dramática ruptura que nuestro modelo social y la cultura del individualismo egoísta ha provocado entre la razón y el amor.

Por lo tanto, necesitamos recuperar el valor sagrado de la dignidad humana y la felicidad del amor a las personas más empobrecidas como proyecto de vida y como criterio de organización social. Y para ello es necesaria la razón de la Cruz, que une razón y amor, y la esperanzadora Resurrección repleta de vida entregada por amor. Sin esto no hay proyecto de humanización posible.

ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO DE SAN JUAN PABLO II

Oh, Virgen santísima,
madre de Cristo y madre de la Iglesia,
con alegría y admiración nos unimos a tu Magníficat,
a tu canto de amor agradecido.

Contigo damos gracias a Dios, 
«cuya misericordia se extiende de generación en generación»,
por la espléndida vocación
y por la multiforme misión confiada a los fieles laicos,
por su nombre llamados por Dios
a vivir en comunión de amor
y de santidad con él
y a estar fraternalmente unidos
en la gran familia de los hijos de Dios,
enviados a irradiar la luz de Cristo
y a comunicar el fuego del Espíritu
por medio de su vida evangélica en todo el mundo.

Tú, que junto a los apóstoles
has estado en oración en el cenáculo
esperando la venida del Espíritu de Pentecostés,
invoca su renovada efusión sobre todos los fieles laicos,
hombres y mujeres,
para que correspondan plenamente a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid,
llamados a dar mucho fruto para la vida del mundo.

Virgen Madre, guíanos y sostennos
para que vivamos siempre
como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor,
según el deseo de Dios y para su gloria. Amén

Extraída de la oración final que presenta Christifideles laici, de Juan Pablo II