26 de abril de 2020
1328 • AÑO XXVIII

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Libertad y comercio

La globalización de la economía

En los tiempos actuales asistimos a una dinámica global en la que va aumentando progresivamente la influencia de determinadas empresas sobre la economía internacional, abriendo en ella nuevos desafios para conseguir que haya intercambios justos y equilibrados entre las diferentes naciones.

Somos testigos desde hace tiempo de la trasnacionalización de las empresas. Algunas de ellas tienen un poder tal que ejercen una influencia determinante sobre la economía de algunas naciones. Se llega a la situación de que los gobiernos pierden una gran parte de su libertad de acción. Existe por ello el riesgo de que, invocando la libertad del comercio internacional, algunas empresas impongan de hecho reglas de comercio que tienen muy poco en cuenta el bien común o el bien de empresas de menor envergadura.

Hay que aspirar a un esfuerzo renovado por sanar los intercambios entre las naciones. No se puede ignorar que existe actualmente le peligro del dirigismo, bajo la apariencia de obediencia a los imperativos del mercado libre. La naciones económicamente fuertes invocan la libertad de mercado para imponer al comercio internacional reglas que les son favorables. ¡La “desregulación” que defienden los neoliberales no es una ventaja para todos [sino para los que ya están bien situados en el mercado]!

Es necesario evitar que no se perpetúe una situación que consiente a algunas naciones controlar no solamente el sector agro-alimentario y el comercio internacional, sino también las inversiones, los medios de comunicación, los servicios y, en fin y sobre todo, la propiedad intelectual.

Corresponde a los organismos internacionales intervenir para definir las normas que pueden ayudar a las naciones a establecer entre ellas relaciones justas. Es necesario para ello que tales organismo sean habilitados para ejercer imparcialmente este papel, del que depende una mayor justicia en las relaciones económicas internacionales

Si se impone una concertación internacional en materia económica, se debe hacer respetando el principio de subsidiaridad, es decir, respetando las iniciativas meritorias de las naciones económicamente débiles y, en particular, las empresas frágiles de esos países y, en ningún caso, sacrificarlas en aras del mercado internacional, tomando como regla principal o, peor, única, la pura eficacia. En la medida en que la eficacia se pone como el criterio supremo de la vida económica y aun política, se afianza un principio de exclusión que “legitima” y “justifica” los ataques a la vida humana. Guardando la proporción, se aplica a las relaciones entre las naciones lo que se dice en la encíclica Centesimus Annus: “antes de  lógica del comercio paritario y de las formas de justicia que lo rigen, hay algo que se le debe al hombre por el hecho de que es hombre, en razón de su dignidad eminente”.

Michel Schooyans, L’Évangile face au désordre mondial,
Fayard, 1997, 214-216