Nº 1325 • AÑO XXVIII
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El Abad General cisterciense ante la pandemia (y III)
Deberíamos vivir siempre así
Última parte de la reflexión del Abad General de la Orden Cisterciense, Mauro-Giuseppe Lepori, en la que reflexiona sobre cómo puede vivirse esta circunstancia de confinamiento impuesta por la epidemia, tomando como referencia la escena de Jesús durmiendo en la barca en mitad de la tormenta.
Esta escena del Evangelio, así como la escena del mundo turbado de hoy, no debería parecernos tan extraña. De hecho, nuestra vocación como bautizados, al igual que nuestra vocación a la vida consagrada en la forma monástica, siempre debe ayudarnos y llamarnos a vivir así. La situación actual nos recuerda a nosotros y a todos los cristianos un poco lo que dice San Benito sobre el tiempo de Cuaresma (cf. RB 49,1-3): deberíamos vivir siempre así, con esta sensibilidad al drama de la vida, con este sentido de nuestra estructural fragilidad, con esta capacidad de renunciar a lo superfluo para salvaguardar lo más profundo y verdadero en nosotros y entre nosotros, con esta fe de que nuestra vida no está en nuestras manos sino en las manos de Dios.
Debemos ser más conscientes que nunca de que ninguna de nuestras oraciones y liturgias deben ser vividas sin sentirnos unidos a todo el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la comunidad de todos los bautizados que tiende a abrazar a toda la humanidad.
También deberíamos vivir siempre con la conciencia de que todos somos responsables unos de otros, solidarios unos con otros para bien o para mal, de nuestras elecciones, de nuestros comportamientos, incluso los más ocultos y aparentemente insignificantes. La prueba que viene a atormentarnos debe también hacernos más sensibles a las numerosas pruebas que afectan a otros, a otros pueblos, que a menudo vemos sufrir y morir con indiferencia. ¿Recordamos, por ejemplo, que mientras el coronavirus nos está atacando, los pueblos del Cuerno de África están sufriendo desde hace varios meses una invasión de langostas que amenaza el sustento de millones de personas? ¿Recordamos a los migrantes suspendidos en Turquía? ¿Recordamos la herida siempre abierta en Siria y en todo el Medio Oriente? ...
Un período de prueba puede hacer que la gente sea más dura o más sensible, más indiferente o más compasiva. Al fin y al cabo, todo depende del amor con el que lo vivimos, y es sobre todo esto lo que Cristo viene a darnos y a despertar en nosotros con su presencia. Cualquier prueba pasará, tarde o temprano, pero si la vivimos con amor, la herida que la prueba afecta a nuestras vidas permanecerá abierta, como en el Cuerpo del Resucitado, como una fuente siempre brotante de compasión.
Ministros del grito que pide salvación
Sin embargo, hay una tarea que estamos llamados a asumir de una manera específica: la ofrenda de la oración, de la súplica que implora la salvación. Jesucristo, por el bautismo, la fe, el encuentro con Él a través de la Iglesia y el don de una vocación particular para estar con Él en la "escuela del servicio del Señor" (RB Prol. 45), nos ha llamado a presentarnos ante el Padre pidiéndole todo en su nombre. Por eso nos da el Espíritu que, "con gemidos inefables", "viene en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos orar como conviene" (Rm 8, 26). Antes de entrar en la pasión y la muerte, Jesús dijo a sus discípulos: "Soy yo quien os he elegido (...) de modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé" (Jn 15,16). No nos eligió sólo para rezar, sino para ser oídos siempre por el Padre.
Deberíamos vivir siempre así, con esta sensibilidad al drama de la vida, con este sentido de nuestra estructural fragilidad, con esta capacidad de renunciar a lo superfluo para salvaguardar lo más profundo y verdadero en nosotros y entre nosotros.
Nuestra riqueza es entonces la pobreza de no tener otro poder que el de mendigar con fe. Y éste es un carisma que no se nos da sólo para nosotros, sino para llevar a cabo la misión del Hijo que es la salvación del mundo: "Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Juan 3,17). La necesidad de salvaguardar o recuperar la salud, que todo el mundo siente en este momento, tal vez con angustia, es también una necesidad de salvación, de una salvación que preserve nuestra vida de sentirse sin sentido, arrojada por las olas sin destino, sin el encuentro con el Amor que nos la da en cada momento para llegar a vivir eternamente con Él.
Esta conciencia de nuestra tarea prioritaria de oración por todos debe hacernos universalmente responsables de la fe que tenemos, y de la oración litúrgica que la Iglesia nos confía. En este momento en que la mayoría de los fieles se ven obligados a renunciar a la Eucaristía comunitaria que los reúne en las iglesias, ¡cuánta responsabilidad debemos sentir por las Misas que podemos seguir celebrando en los monasterios, y por el rezo del Oficio Divino que sigue reuniéndonos en el coro!
Ciertamente no tenemos este privilegio porque somos mejores que los demás. Tal vez se nos da precisamente porque no lo somos, y esto hace que nuestra mendicidad sea más humilde, más pobre, más efectiva ante el buen Padre de todos. Debemos ser más conscientes que nunca de que ninguna de nuestras oraciones y liturgias deben ser vividas sin sentirnos unidos a todo el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la comunidad de todos los bautizados que tiende a abrazar a toda la humanidad.
La luz de los ojos de la Madre
Al fin del día, en cada monasterio cisterciense del mundo, entramos en la noche cantando la Salve Regina. Debemos hacer esto pensando también en la oscuridad que a menudo envuelve a la humanidad, llenándola de miedo a perderse en ella. En la Salve Regina pedimos sobre todo el "valle de lágrimas" del mundo, y sobre todos los "hijos de Eva exiliados", la luz dulce y consoladora de los "ojos misericordiosos" de la Reina y Madre de la Misericordia, para que en cada circunstancia, en cada noche y peligro, la mirada de María nos muestre a Jesús, nos muestre que Jesús está presente, que nos consuela, que nos cura y nos salva.
Toda nuestra vocación y misión se describe en esta oración.
¡Que María, “nuestra vida, dulzura y esperanza”,
nos dé la oportunidad de vivir esta vocación con humildad y coraje,
ofreciendo nuestra vida por la paz y la alegría de toda la humanidad!
Fr. Mauro-Giuseppe Lepori, OCist
Roma, 15 de marzo de 2020
III Domingo de Cuaresma