5 de abril de 2020
1325 • AÑO XXVIII

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Nota de la Comisión Pontificia para la vida 

Pandemia y fraternidad universal

Documento publicado por la Pontifica Academia para la Vida sobre la emergencia COVID-19, en la que ofrece su aportación para destacar algunos puntos relevantes en el contexto de pandemia mundial para que dentro de un espíritu renovado puedan nutrir el cuidado de las personas. 

Toda la humanidad está siendo puesta a prueba. La pandemia de Covid-19 nos pone en una situación de dificultad sin precedentes, dramática y de alcance mundial: su repercusión en la desestabilización de nuestro proyecto de vida crece cada día más. La omnipresencia de la amenaza pone en duda las evidencias que, hasta ahora, en nuestros sistemas de vida, resultaban evidentes. Estamos experimentando dolorosamente una paradoja que nunca hubiéramos imaginado: para sobrevivir a la enfermedad debemos aislarnos unos de otros, pero si aprendiéramos a vivir aislados unos de otros nos daríamos cuenta de lo esencial que es para nuestras vidas vivir con los demás.

En medio de nuestra euforia tecnológica y gerencial, nos encontramos social y técnicamente impreparados ante la propagación del contagio: hemos tenido dificultades en reconocer y admitir su impacto. E incluso ahora, estamos luchando fatigosamente para detener su propagación. Pero también observamos una falta de preparación -por no decir resistencia- en el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad física, cultural y política ante el fenómeno, si consideramos la desestabilización existencial que está causando. Esta desestabilización está fuera del alcance de la ciencia y de la técnica del sistema terapéutico. Sería injusto -y erróneo- cargar a los científicos y técnicos con esta responsabilidad. Al mismo tiempo, es ciertamente indiscutible que, además de buscar medicamentos y vacunas, es igualmente urgente adquirir una mayor profundidad de visión, así como una mayor responsabilidad en la contribución reflexiva al significado y los valores del humanismo. Eso no es todo. El ejercicio de esta profundidad y de esta responsabilidad crea un contexto simbólico de cohesión y unidad, de alianza y fraternidad, en razón de nuestra humanidad compartida, que, lejos de menospreciar la contribución de los hombres y mujeres de la ciencia y del gobierno, sostiene y sosiega en gran medida su tarea. Su dedicación, que ya merece la justificada y conmovedora gratitud de todos, debe ciertamente ser fortalecida y valorada.

Nunca hay actos individuales que no tengan consecuencias sociales: esto se aplica a los individuos, lo mismo que a las comunidades, sociedades, poblaciones individuales. 

En esta línea, la Pontificia Academia para la Vida, que por su mandato institucional promueve y apoya la alianza entre la ciencia y la ética en la búsqueda del mejor humanismo posible, desea contribuir con su propio aporte reflexivo. Por lo tanto, la Academia se propone situar algunos de los elementos distintivos de esta situación dentro de un espíritu renovado que debe nutrir la socialidad y el cuidado de la persona. Finalmente, la coyuntura excepcional que hoy en día desafía a la fraternidad de la humana communitas debe transformarse en una oportunidad para que este espíritu de humanismo modele la cultura institucional en el tiempo ordinario: en el seno de los pueblos individuales, en la coralidad de los vínculos entre los pueblos.

Solidarios en la vulnerabilidad y en los límites

En primer lugar, la pandemia pone de relieve con una dureza inesperada la precariedad que marca radicalmente nuestra condición humana. En algunas regiones del mundo, la precariedad de la existencia individual y colectiva es una experiencia cotidiana, debido a la pobreza que no permite que todos tengan acceso a la atención médica, aunque esté disponible, o a los alimentos en cantidades suficientes, que no faltan en todo el mundo. En otras partes del mundo, las zonas de precariedad se han ido reduciendo progresivamente gracias a los avances de la ciencia y la tecnología, hasta el punto de hacernos ilusiones de que somos invulnerables o de que podemos encontrar una solución técnica para todo. Sin embargo, por mucho esfuerzo que hagamos, no ha sido posible controlar la actual pandemia ni siquiera en las sociedades más desarrolladas económica y tecnológicamente, donde ha superado la capacidad de los laboratorios y estructuras sanitarias. Nuestras optimistas proyecciones del poder científico y tecnológico a nuestra disposición nos han permitido quizás imaginar que seríamos capaces de prevenir la propagación de una epidemia mundial de esta magnitud, convirtiéndola en una posibilidad cada vez más remota. Debemos reconocer que no es así. Y hoy en día la situación también nos lleva a pensar que, junto con los extraordinarios recursos de protección y cuidado que nuestro progreso acumula, también hay efectos secundarios de la fragilidad del sistema que no hemos vigilado lo suficiente.

No hay que olvidar a todas esas mujeres y hombres que cada día eligen positiva y valientemente proteger y alimentar esta fraternidad.

En cualquier caso, esta traumática situación nos parece dejar claro que no somos dueños de nuestro propio destino. Y hasta la ciencia muestra sus propios límites. Ya lo sabíamos: sus resultados son siempre parciales, ya sea porque se concentra -por conveniencia o por razones intrínsecas- en ciertos aspectos de la realidad dejando fuera otros, o por el propio estado de sus teorías, que son, en todo caso, provisionales y revisables. Pero en la incertidumbre que estamos experimentado frente al covid-19 hemos captado, con una nueva claridad, la gradualidad y la complejidad que requiere el conocimiento científico, con sus exigencias de metodología y verificación. La precariedad y los límites de nuestro conocimiento también parecen globales, reales, comunes: no existen argumentos reales para apoyar la presunción de civilizaciones y soberanías que se consideran mejores y que pueden escapar de la retroalimentación. Resulta palpable lo estrechamente conectados que estamos todos: de hecho, en nuestra exposición a la vulnerabilidad somos más interdependientes que en nuestro aparato de eficiencia. El contagio se extiende muy rápidamente de un país a otro; lo que le sucede a alguien se convierte en algo decisivo para todos. Esta coyuntura hace que lo que sabíamos sea aún más evidente de inmediato, sin hacernos responsables de ello adecuadamente: para bien o para mal, las consecuencias de nuestras acciones siempre recaen sobre los demás. Nunca hay actos individuales que no tengan consecuencias sociales: esto se aplica a los individuos, lo mismo que a las comunidades, sociedades, poblaciones individuales. El comportamiento temerario o imprudente, que aparentemente sólo nos concierne a nosotros, se convierte en una amenaza para todos aquellos que están expuestos al riesgo del contagio, sin que ello afecte quizás ni siquiera a los sujetos de dicho comportamiento. Así pues, descubrimos que la incolumidad de cada individuo depende de la de todos.

El brote de epidemias es ciertamente una constante en la historia de la humanidad. Pero no podemos eludir las características de la amenaza actual, que ha demostrado extender su omnipresencia en nuestra forma de vida actual y saber esquivar toda protección. Debemos tomar nota de los efectos de nuestro modelo de desarrollo, con la explotación de zonas forestales hasta ahora intactas donde residen microorganismos desconocidos para el sistema inmunológico humano, con una rápida y extensa red de conexiones y transporte a largo radio. Es probable que encontremos una solución para aquello que nos está atacando ahora. Sin embargo, tendremos que hacerlo sabiendo que este tipo de amenaza está acumulando su potencial sistémico a largo plazo. En segundo lugar, tendremos que abordar el problema con los mejores recursos científicos y organizativos que dispongamos: evitar el énfasis ideológico en el modelo de sociedad que hace coincidir la salvación y la salud. Sin tener que ser consideradas como una derrota de la ciencia y la técnica - que sin duda siempre tendrán que entusiasmarnos con su progreso, pero al mismo tiempo nos obligan también a convivir humildemente con sus limitaciones - la enfermedad y la muerte son una profunda herida para nuestros más queridos y profundos afectos: que no deben, sin embargo, imponernos el abandono de su justicia y la ruptura de sus lazos. Ni siquiera cuando tenemos que aceptar nuestra impotencia para dar cumplimiento al amor que llevan en sí mismos. Si nuestra vida es siempre mortal, esperamos que el misterio de amor sobre el que ésta reside no lo sea.

De la interconexión de facto a la solidaridad deseada

Ahora, más que nunca, en esta terrible coyuntura, estamos llamados a tomar conciencia de esta reciprocidad sobre la que reposan nuestras vidas. Darse cuenta de que cada vida es una vida común, es la vida de unos y otros, de unos y otros. Los recursos de una comunidad, que se niega a considerar la vida humana como un único hecho biológico, son un bien precioso, que también acompaña responsablemente todas las actividades necesarias de cuidado. Tal vez hemos erosionado descuidadamente este patrimonio, cuya riqueza marca la diferencia en momentos como este, subestimando gravemente los bienes relacionales que dicho patrimonio es capaz de compartir y distribuir en momentos en que los lazos emocionales y el espíritu comunitario se ponen a prueba, precisamente por las necesidades básicas para proteger la vida biológica.

Dos formas de pensar bastante burdas, que se han convertido en sentido común y puntos de referencia en lo que respecta a la libertad y los derechos, están siendo cuestionadas. La primera es “Mi libertad termina donde comienza la del otro”. La fórmula, ya peligrosamente ambigua en sí misma, es inadecuada para la comprensión de la experiencia real y no es casualidad que sea afirmada por quienes están en posición de fuerza: nuestras libertades siempre se entrelazan y se superponen, para bien o para mal. Es necesario, más bien, aprender a hacerlas cooperar, en vista del bien común y superar las tendencias, que incluso la epidemia puede alimentar, de ver en el otro una amenaza “infecciosa” de la que distanciarse y un enemigo del que protegerse. La segunda: “Mi vida depende única y exclusivamente de mí”. Esto no es así. Somos parte de la humanidad y la humanidad es parte de nosotros: debemos aceptar estas dependencias y apreciar la responsabilidad que nos hace participantes y protagonistas. No hay derecho alguno que no tenga como implicación un deber correspondiente: la coexistencia de lo libre e igual es un tema exquisitamente ético, no técnico.

Junto con los extraordinarios recursos de protección y cuidado que nuestro progreso acumula, también hay efectos secundarios de la fragilidad del sistema que no hemos vigilado lo suficiente.

Por lo tanto, estamos llamados a reconocer, con nueva y profunda emoción, que estamos encomendados el uno al otro. Nunca antes la relación de los cuidados se había presentado como el paradigma fundamental de nuestra convivencia humana. La mutación de la interdependencia de facto a la solidaridad deseada no es una transformación automática. Pero ya tenemos varios signos de este cambio hacia las acciones responsables y el comportamiento fraternal. Lo vemos con especial claridad en la dedicación de los trabajadores de la sanidad, que ponen generosamente todas sus energías en acción, a veces incluso a riesgo de su propia salud o vida, para aliviar el sufrimiento de los enfermos. Su profesionalidad se despliega mucho más allá de la lógica de los vínculos 4 contractuales, lo que demuestra que el trabajo es ante todo una esfera de expresión de significados y valores, y no sólo una “mercancía” que se intercambia por una remuneración. Pero esto también se aplica a los investigadores y científicos que ponen sus habilidades al servicio de las personas. La determinación de compartir los puntos fuertes y la información ha permitido establecer rápidas colaboraciones entre las redes de centros de investigación para los protocolos experimentales que determinan la seguridad y la eficacia de los fármacos.

Junto a ellos no hay que olvidar a todas esas mujeres y hombres que cada día eligen positiva y valientemente proteger y alimentar esta fraternidad. Son las madres y los padres de familia, los ancianos y los jóvenes; son las personas que, incluso en situaciones objetivamente difíciles, siguen haciendo su trabajo con honestidad y conciencia; son los miles de voluntarios que no han cesado su servicio; son los responsables de las comunidades religiosas que siguen sirviendo a las personas que les han sido confiadas, incluso a costa de sus vidas, como han puesto de relieve las historias de muchos sacerdotes italianos que han fallecido por Covid-19.

En el plano político, la situación actual nos insta a tener una mirada lo suficientemente amplia. En las relaciones internacionales (y también entre los países de la Unión Europea) hay una lógica miope e ilusoria que trata de dar respuestas en términos de “intereses nacionales”. Sin una colaboración efectiva y una coordinación eficaz, que asuma decisiones aun a sabiendas de inevitables resistencias políticas, comerciales, ideológicas y relacionales, los virus no se detendrán. Ciertamente, se trata de decisiones muy serias y onerosas: se necesita una visión abierta y elecciones que no siempre van de acuerdo con los sentimientos inmediatos de las poblaciones individuales. Pero dentro de una dinámica tan marcadamente global, las respuestas para ser eficaces no pueden quedar limitadas a sus propios confines territoriales.

Pontifica Academia para la Vida

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