29 de marzo de 2020
1324 • AÑO XXVIII

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Stanislaw Grygiel

El sentido del sufrimiento en un mundo secularizado

El sufrimiento es algo más que el dolor en el sentido común del término. El dolor da cuenta de la enfermedad de una parte del hombre, que amenaza su vida. El dolor advierte. En todo caso, su significado no se agota en la función de revelar la enfermedad. Una vez identificada la enfermedad, calmamos el dolor y nos preocupamos directamente de eliminarlo anulando sus causas; pero aun cuando lo consigamos, permanece en nosotros un sentido de amenaza: en nuestra conciencia, este forma parte de la verdad de nuestro ser. Así, en el dolor se revela al hombre no solo la enfermedad, sino también la condición de hecho de su ser.

En el dolor salen a la luz la enfermedad y la muerte, indicadas por la enfermedad. La amenaza de muerte provoca en el hombre una condición dolorosa que este no puede eliminar a menos que opte por eliminarse a sí mismo, es decir, por el suicidio. En realidad, el hombre mismo se produce el dolor; él mismo es este dolor. Ha despertado en él la Memoria, que no habla únicamente de los males anteriores y los momentos de felicidad perdidos, sino también —y es lo peor— prevé las aflicciones inminentes: esto ciertamente se repite, y además termina con la muerte. A este dolor lo llamo sufrimiento.

El sufrimiento es una condición dolorosa de la persona. En la persona adolorida surge la Memoria, que no permite al hombre limitarse a las acciones presentes y a una mera gestión política de las mismas. El sufrimiento pone en tela de juicio la razón calculadora del hombre; ni el sufrimiento ni la muerte son objeto de sus operaciones, exigiéndole una tarea enteramente distinta, un trabajo extraordinariamente difícil, consistente en luchar contra sí mismo y buscar la salvación del propio ser amenazado de muerte. La ausencia de dolor constituye una amenaza para la vida del hombre; con la ausencia de sufrimiento, en cambio, un peligro mortal amenaza al ser mismo del hombre.

La lectura del texto escrito en el ser del hombre, que es la enfermedad, se transforma en una interrogante sobre el sentido de la vida, es decir, sobre la verdad del ser mismo de la persona humana. 

Para vislumbrar el sentido del sufrimiento, es preciso ante todo saber leer el dolor, es decir no solo tener la suficiente inteligencia para poder efectivamente detectar las causas del dolor y saber eliminarlas, sino también la sabiduría necesaria para leer con todo el ser el otro sentido de la enfermedad, que es la muerte, aceptarlo y allí encontrarse consigo mismo. La lectura del texto escrito en el ser del hombre, que es la enfermedad, se transforma en una interrogante sobre el sentido de la vida, es decir, sobre la verdad del ser mismo de la persona humana. Únicamente aquel que tiene el valor de plantearse esta pregunta con todo su ser, siendo día tras día el mismo, sabe sufrir. Y solo aquel que sabe sufrir, sabe leer el dolor.

Cada dolor es dolor de todo el hombre. El dolor del oído o el dedo invade a toda la persona y es ella quien debe experimentarlo, y no el oído o el dedo. El dolor del oído me aflige a mí y no al oído. Me aflige a causa de mí mismo. En otras palabras, el dolor me abre un diálogo con mi cuerpo. En este diálogo me convierto en interrogante sobre la totalidad de mi ser.

Suffering for Human Flourishing - Tomas D. Senor

Toda interrogante debe ser planteada por la persona indicada, dirigiéndose también a una persona indicada, para así obtener una respuesta satisfactoria. Hago la pregunta sobre el sentido del dolor de mi cuerpo al médico o a una persona con conocimientos sobre el cuerpo humano que pueda ayudarme. Juntos descubrimos la enfermedad y si es posible, la curamos entre ambos. En cambio, aquel que sufre plantea en soledad la interrogante sobre el sentido del sufrimiento. Todo aquel que sufre se pregunta “¿por qué?” a solas, ya que la conciencia del carácter inevitable de la muerte es propia únicamente de su ser. Nadie más está en condiciones de contestar su pregunta porque ningún ser humano responde al ser de otro hombre que ante la muerte se ha convertido en interrogante sobre sí mismo. ¿A quién se dirige entonces la interrogante específica en que el hombre se convierte ante la muerte, que el mismo no está en condiciones de responder porque en él todo es precisamente esta interrogante?

Ser semejante pregunta no significa aún saber sufrir. Únicamente aquel que se hace cargo de su propio ser sabe sufrir, es decir, aquel que cada vez sabe convertirse de mejor manera en interrogante acuciosa sobre la verdad de este ser. Esta capacidad permite efectivamente al hombre comenzar a pensar y existir de veras. Al convertirse en una gran interrogante, busca aquellas cosas que no dependen de él, sino de las cuales depende su salvación. Todos los demás pensamientos sobre el hombre constituyen un pasatiempo intelectual, o en el mejor de los casos un oficio útil.

Mientras más tiempo se ha sumergido el hombre en los momentos de felicidad provenientes de la posesión de determinadas cosas, en mayor medida han permanecido cerradas para él las puertas del diálogo consigo mismo. Por consiguiente, se ha encontrado fuera de sí, perdido en las distracciones, en el sentido pascaliano del término, donde no hay lugar para la interrogante sobre las cosas esenciales y por tanto tampoco para el pensamiento. Estas distracciones han sofocado en él la Memoria de la verdad de su ser. La ha concebido “idealmente” (Kierkegaard, es decir, idealizando los momentos efímeros de posesión, permaneciendo detenido en ellos. De este modo ha buscado su realización en la propia debilidad idealizada. Su pensamiento, dirigido a interrogantes en las cuales ya existe una respuesta, solía ser útil, pero jamás tomó contacto con lo que es indispensable, “unum necessarium”. Las “legiones” de mentiras “idealizadas” de este modo destruyen el pensamiento del hombre, privándolo de la capacidad misma de plantear interrogantes sobre la verdad. La verdad, en realidad, es una. El pensamiento destruido no hace preguntas sobre la verdad, sino sobre el funcionamiento de las cosas.

Únicamente el sufrimiento (¡no el dolor!), únicamente la “indigencia” de la parábola del hijo pródigo despierta en el hombre la Memoria de la verdad. Es la Memoria del Otro, al cual se dirige el ser del hombre, una gran interrogante. “Fecisti nos ad Te, Domine, et inquietum est cor nostrum”... escribe San Agustín al comienzo de sus Confesiones. No anticipemos, en todo caso, el curso de la reflexión.

Únicamente aquel que se hace cargo de su propio ser sabe sufrir.

La pérdida de lo que el hombre posee, pero no es, no produce aún en el mismo un dolor suficiente para hacerlo percatarse plenamente de su propia miseria y simultáneamente, como vemos, de su propia grandeza. Al perder una cosa o una persona que solo poseía, todavía no llega a ser capaz de preguntarse en forma definitiva sobre la verdad de su propio ser y ocuparse de la misma. De hecho, el hombre puede recuperar las cosas perdidas. El artesano presente en él, el homo faber, sabe reparar la máquina rota o sustituirla por una nueva. Simplemente reemplaza al hombre con el cual ha producido únicamente cosas por otro hombre. Puede parecer una burla, pero ni siquiera él se considera insustituible. Con frecuencia, se denomina “sentido común” a esta actitud y el pensamiento vinculado con la misma. Sería más adecuada la expresión “pensamiento artesanal”.

(…) En el ser pregunta sobre la verdad y el sentido de la vida, sale a la luz la existencia espiritual del hombre. Indudablemente, corresponde a la gracia introducir al hombre en el espacio espiritual de la existencia; pero lo prepara a percibir y acoger esta gracia el dolor especial que es el sufrimiento provocado por el carácter inevitable de la muerte. Los struldbrug nada saben de la gracia, porque no sufren. Pasan el tiempo asignándose tareas efímeras y simulando descubrir en sí mismos la fuente de la verdad y el sentido del ser y la vida. Sin embargo, ninguna de estas tareas abarca la totalidad de la vida. Únicamente la muerte, al abrir la perspectiva de la alteridad, cuya luz revela la verdad del ser, permite vislumbrar algo que abarca la totalidad de la vida y comprenderla desde el nacimiento hasta los confines que el corazón del hombre le asigna en la proximidad de Dios. En esta perspectiva, la afiliación del hombre a Dios y la necesidad de poner su confianza en Él adquieren un carácter inevitable evidente. Al depositar su confianza en Dios-Amor, el hombre se convierte en amor, que lo libera hasta de su propia vida. En esto consiste su soberanía.

El hombre que evita el dolor y el sufrimiento no entra en diálogo con su propio cuerpo, consigo mismo, y por este motivo tampoco con los demás, entre ellos este Otro que es Dios. Cae en una voluble negligencia que monologa y en la pereza. Escucha poco y habla mucho, porque cada concepto puede en cierto modo vincularse con otros conceptos. La verdad se revela solamente a quienes saben callar. Por este motivo, la expresa en mayor medida la plenitud del silencio del hombre con los oídos bien abiertos que las palabras en que domina únicamente la estridencia de sus pensamientos. En la esperanza trabajamos por la verdad, pero en el silencio la esperamos.


(…) El hombre está “sintonizado” con Dios, pero Dios está aún más “sintonizado” con el hombre. La libertad del hombre, despertada por su contingencia, y la libertad de Dios, golpeada por esta contingencia, se encuentran en el Dios-Hombre. A través del Verbo Divino, vestido por la contingencia humana, sujeta a la muerte y al sufrimiento, el hombre entra en el misterio del diálogo trinitario del Amor; la participación en el diálogo eterno del Padre con el Hijo salva su soberanía personal. Únicamente aquí, en la Trinidad, la muerte del hombre se revela no como injusticia radical, sino como necesidad de una entrega total del hombre al Padre. Por consiguiente, si nos preguntamos por qué los hombres sufren tanto y por qué la cruz de Cristo, en vez de ahorrar al hombre el sufrimiento, lo obliga a un co-sufrimiento junto a Él en la propia cruz, la pregunta está mal planteada. “Quaerebam unde malum et non erat exitus”, escribió San Agustín. Cristo no preguntó de ese modo. Ante la pregunta “Rabbí, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?”, contestó: “Ni pecó este ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9, 2-3). Al enterarse de la muerte de Lázaro, dijo: “Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios” (Jn 11, 4).

El sufrimiento y la muerte llevan al hombre hacia el futuro, y solo en esta perspectiva es posible comprenderlos. Por lo tanto, no debemos inquietarnos por el hecho de que tantos seres humanos sufren, sino porque muchos no saben sufrir. En realidad, esto implica que muchos no entran en la gloria de Dios, que es nuestra casa. Estar sin casa significa ser infelices. Una casa digna del hombre solo puede ser edificada por quienes han llegado a ser “magna quaestio”.

Stanislaw Grygiel

Extracto del artículo publicado en Revista Humanitas (8 de mayo de 2013)