1 de marzo de 2020
1320 • AÑO XXVIII

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Sacramentos de la vida cristiana (y II)

Decandencia de la Penitencia única e irrepetible 

Sólo podía accederse a ella una sola vez después del bautismo. A quien recayese en una falta grave después de esta penitencia no le quedaba más que la penitencia privada pero no sacramental.

El principio de la penitencia única e irrepetible, de la entrada en el orden de los penitentes, etc., chocaba con la pastoral de la vida diaria. Los obispos mismos, y frecuentemente los más famosos (Basilio, Juan Crisóstomo, Agustín), parecen haber tenido una pastoral práctica más flexible que lo que pedía la estricta teoría en muchos casos.

Pero esta relativa “flexibilidad pastoral” no puso en tela de juicio el principio mismo de la irreiterabilidad de la penitencia, defendido continuamente por los Padres y en los Sínodos (lo cual demuestra la dificultad de ponerlo en práctica). Razonando simplemente, este sistema de penitencia única y muy exigente no podía sino traer una especie de disfunción en una Iglesia que era multitudinaria, en la que su “oposición al mundo”, dura al principio en las épocas de las persecuciones, se había aminorado considerablemente porque a partir de la paz constantiniana era ya muy conveniente hacerse cristiano, aunque algunos fuesen catecúmenos toda la vida para ser bautizados “in extremis”.

Pero incluso entre los bautizados reos de pecados graves, la mayoría (según parece) rechazaban insistentemente la petición de entrar en el “orden de los penitentes”, que les parecía coercitivo y humillante.

Esta penitencia antigua tenía unas características muy peculiares que llevaron la institución penitencial a un callejón sin salida.

Sólo podía accederse a ella una sola vez después del bautismo. A quien recayese en una falta grave después de esta penitencia no le quedaba más que la penitencia privada pero no sacramental, por lo que tiende a convertirse cada vez más en preparación inmediata para la muerte.

No todos podían acceder a esa penitencia, por las consecuencias que dejaba para toda la vida. De hecho, una vez reconciliado y admitido a la comunión tenía que aceptar una especie de muerte civil, pues no podía ya ocupar cargos públicos ni acceder a puestos eclesiásticos. Por otra parte, si estaba casado no podía vivir conyugalmente, si estaba soltero no podía casarse y si estaba viudo no podía volver a casarse.

A los jóvenes de ambos sexos se les prohibía la penitencia canónica por el peligro de recaída.

Desde el siglo IV se prohibía a los clérigos, cuyo ingreso en el orden sacerdotal equivalía a la primera penitencia.

Tampoco podía imponerse a los casados sin previa autorización del respectivo cónyuge, dado que la continencia era frecuentemente una de las penitencias que se imponía al penitente.

De todo ello resultó una proliferación de prácticas penitenciales que surgieron a causa de preocupaciones pastorales que, aunque no estaban posiblemente apoyadas por una seria reflexión teológica, pretendían al menos paliar una situación de clara crisis.

Ignacio Fernández
Sacerdote diocesano