9 de febrero de 2020
1317 • AÑO XXVIII

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Santa Josefina Bakhita

“Si en este mundo uno no tiene esperanza, ¿qué puede hacer?”

En esta Jornada Mundial de Oración y Reflexión contra la trata de personas recordamos a una santa emblemática como Santa Josefina Bakhita, víctima de la trata de esclavos canonizada en el año 2000.

Desde el momento en que escuché su historia, hará unos diez años, Bakhita se convirtió en alguien importante para mí. El impacto que me causó su vida todavía sigue vivo y puedo decir que es una figura que me inspira y alienta cada día. Aunque parezca un tópico, se ha convertido en una compañera; en una buena amiga. Tengo su fotografía en mi cuarto, junto a la de otros amigos en el Señor, a quienes miro cada noche. Contemplar los rostros de los que me han precedido y han amado tanto y tan bien, me ayuda. Frente a los mensajes del mundo que aturden y confunden, ellos son un contrapeso, una bendición, porque me enseñan lo que merece la pena.

No abundan los buenos ejemplos; ella lo es de un modo grandioso. Una combinación de cualidades sorprendente por su equilibrio y radicalidad. Evangelio a raudales. Su pequeño Diario –una delicia– está impregnado de una sencillez que me cautiva. A través de sus palabras descubrí a una mujer fuerte y frágil, decidida y sensible, firme y sentimental, con coraje y misericordia a partes iguales. Y su itinerario vital me hizo ver con claridad que su figura representa algunas realidades emergentes y significativas en el mundo actual. Bakhita es un símbolo de África, por su origen; del absurdo del racismo, por su negritud; de las mujeres maltratadas, por la violencia que padeció; de la fe de los pobres, pues su única posesión fue un crucifijo; y de la reconciliación que encarnó. Su vida es un signo de nuestros tiempos; posee el don de la universalidad. Me alegró ver que Juan Pablo II reconoció que la “Madre Morenita” había encontrado el secreto de la felicidad. Había hecho suyas las Bienaventuranzas.

Cuanto más iba adentrándome en su interior, el asombro aumentaba. Junto al impacto que me provocaron los hechos dolorosos que tuvo que sufrir siendo una niña –el secuestro de su hermana, el suyo propio, el desarraigo familiar, la salida forzosa de su tierra, la pérdida de su nombre, la esclavitud y la tortura– fue creciendo la admiración por su modo de responder ante las humillaciones. Nunca pensé que alguien pudiera conservar la inocencia y la limpieza de corazón de un modo tan nítido, después de haber sufrido el maltrato durante años de una forma tan extrema. Pero así es. Su cuerpo y su alma siguieron siendo limpios a pesar de todo. Tanto sufrimiento no logró malearla. No permitió al sufrimiento adueñarse de su existencia, y sin negarlo, miró al Cielo donde encontró un horizonte real, más amplio, al que dirigir la mirada.

“Toda mi vida ha sido un don de Él”, aseguraba; porque “El Patrón –su manera de nombrar al Padre– me escucha también desde aquí”. No dudaba de la presencia de Dios. Él sí era de verdad el más grande, el Dueño y Señor de todas las cosas. Y siendo así, ¿a quién podía temer? La despojaron de todo, pero no pudieron quitarle su fe. Una fe vibrante, que la preservó de la tristeza, le dio ánimo para seguir adelante, y le permitió conservar un candor y una simplicidad digna de admiración. Las marcas que la violencia había dejado en su cuerpo y que tanto escandalizaron a las hermanas de comunidad cuando el día de su muerte vieron su cuerpo con 144 cicatrices, nunca las utilizó ni para la venganza ni para dar lástima. Eran para ella las señales de una historia dura que, sin embargo, no la habían logrado destruir. Todo lo contrario. Las había transformado en esperanza. No hay ningún mal que no pueda ser vencido si contamos con Dios.

Escultura de Santa Josefina Bakhita en la parroquia de Playa Granada.

Cualquiera que se acerque a su vida experimenta el deseo de detenerse en sus tragedias, pero cuando noto esa tentación resuenan en mí las palabras que le gustaba decir cuando le preguntaban por ellas: “yo no soy pobrecilla porque soy del Patrón y estoy en su casa”, y “no estoy en el calvario, sino en el Tabor”.

Bakhita, amiga y compañera, me devuelve continuamente la ilusión por una fe recia, nada ingenua. Era consciente de que sin esperanza poco margen de acción nos queda. Por eso, no sucumbió a los chantajes de los poderosos, y no se hundió en sus penalidades porque tenía la firme convicción de la existencia de un espacio en nuestra alma en el que habita Dios. Ese Señor que la había seducido ya desde su infancia cuando contemplaba la Creación, se adueñó por completo de su corazón cuando se dio cuenta de que la había concedido el don de la filiación. “¡Hija de Dios!”. No hay dignidad equiparable. ¡Y nadie nos la puede arrebatar!.

Ella me recuerda que somos en lo más hondo de nuestro ser, libres; y por eso podemos vivir permanentemente agradecidos. Sus palabras, nacidas de una vida duramente probada, resuenan, precisamente por ello, verdaderas: “Si tuviera que estar toda la vida arrodillada no sería suficiente para expresar mi agradecimiento al buen Dios”. Bakhita (que significa “Afortunada”; así la llamaban, irónicamente, quienes la esclavizaron), nos regaló su nombre transformado. Con sentido. Así se vivió ella, afortunada, gracias a Dios. Y a mí me dio esperanza. 

María Dolores López Guzmán
Traductora de El diario de Bakhita